Uno escucha la palabra remake y se echa a temblar. Y no porque no me gusten los remakes, al contrario, hay muchos mundos que me encanta volver a visitar décadas después de haberlos conocido por primera vez (y sobre todo los más fantásticos). Me echo a temblar porque hemos visto decepcionantes reinterpretaciones de grandes películas tantas y tantas veces que ya he perdido la cuenta. Y siempre me lo venden como algo nuevo, diferente, excitante y necesario, como una oportunidad de que las nuevas generaciones conozcan esas historias clásicas, actualizadas a nuestros días. Ultimátum a la Tierra acaba de pasar por ese proceso. Y, como tantas otras veces, la conclusión es que, visto el resultado final de este remake, más hubiera valido programar un reestreno de la cinta original. Esa es la que deberían conocer las nuevas generaciones y no este triste y anodino producto.
El primer Ultimátum a la Tierra es una de las películas emblemáticas de la ciencia ficción de la década de los 50, un producto que venía a reflejar en la pantalla el ambiente que vivía la Historia, ya en plena Guerra Fría, con el temor a la amenaza nuclear ya vigente, una de las primeras muestras de que la ciencia ficción podía ser mucho más que simple escapismo y podía convertirse en una parábola histórica, llena de pensamiento y filosofía si era necesario. Era una magnífica película, dirigida por el gran Robert Wise (al que tanto daba meterse de lleno en la mejor ciencia ficción, como años después volvería a hacer con la primera entrega cinematográfica de Star Trek, o rodar un clásico inmortal como West Side Story), un canto a la vida y a la humanidad visto desde los ojos de un alienígena que venía a advertir a toda la raza humana: si no cambiábamos nuestra actitud, seríamos destruidos antes de que nos convirtiéramos en una amenaza para todo el universo.
Las novedades que presenta el remake son tan pocas como innecesarias. El calor de la guerra no es lo que mueve a las civilizaciones alienígenas a lanzarnos el ultimátum del título español, sino su intención de no perder un mundo fértil como la Tierra a manos de la prescindible raza humana. El tufillo ecologista y cambioclimático que preside esta premisa ni siquiera se confirma a lo largo del metraje, porque hay demasiada corrección política que insertar como para centrarse en una denuncia tan hermosa y antibelicista como la de la cinta original. Así, es imprescindible que el ama de casa que protaginizaba aquella película se convirtiera aquí en una bióloga, que el niño presente fuera negro (no pienso escribir afroamericano como eufemismo) y que juntos formaran una familia alejada del modelo tradicional. También era imprescindible que, a falta de un presidente de Estados Unidos en pantalla, fuera una mujer la secretaria de Defensa. Y así muchas cosas. Viva la corrección política por encima de las necesidades de la historia.
El guión tiene tantas incongruencias como agujeros, tantas cuestiones inexplicadas como inexplicables (y que no forman parte, precisamente, de ese misterio que siempre debe dejar una buena película de ciencia ficción), y culmina en una resolución apresurada, simplona y carente de sentido. Keanu Reeves da vida a Klaatu, el alienígena que viene a avisarnos de nuestro negligente comportamiento para con el planeta. La pretensión, como en el original, era crear un ser ajeno a las emociones (¿por qué repite entonces "lo siento" si no lo siente?), y para ello han dado con el actor perfecto, uno que no es nada expresivo, al que tanto da estar salvando el mundo en una película que destruyéndolo en otra. Jennifer Connelly, una magnífica actriz, hace lo que puede, que por desgracia no es mucho, con el papel que le dan. Su personaje se diluye en la parte final de la película, cuando más fuerza debía adquirir, con escenas y frases repetitivas. Y la comparación con el original es catastrófica con el personaje de John Cleese, minimizado y despreciado en ésta.
¿Qué nos queda? Lo de siempre. Los efectos especiales. Lo único verdaderamente salvable de esta previsible y olvidable película es la llegada de la nave (¿nave?) extraterrestre. Es el único momento en el que Scott Derrikson, director de la cinta, consigue estimular los sentidos mediante un espléndido uso de la perspectiva y la iluminación. No tiene sentido dramático alguno, pero sí una inusitada fuerza visual que, sólo aquí, consigue emocionar. Pero siempre queda la duda en estos casos. ¿El aplauso lo merece el realizador o los genios de los efectos especiales, en este caso de Weta Digital (la compañía que saltó al primer plano de la actualidad con la trilogía de El Señor de los Anillos), artífices de estas oníricas y preciosas imágenes? Me inclino por la segunda opción, la verdad.
Pero si los efectos son brillantes en la imaginería visual de la maquinaria extraterrestre y, si acaso, en el conato (selectivo e incomprensible) de destrucción que precede al clímax de la película (la explicación de la brevedad probablemente haya que encontrarla en el reducidísimo periodo de postproducción para llegar a tiempo al estreno), lo cierto es que decepciona en uno de los aspectos más esperados de este remake: la reinterpretación de Gort, el robot guardaespaldas de Klaatu. Sí, es más grande. Sí, parece más poderoso. Sí, muestra más poderes y capacidades. Pero, además de parecer un personaje ya visto (y no sólo en Ultimátum a la Tierra), no genera ni la mitad de tensión en el espectador que la que generaba aquel tipo disfrazado en 1951. Esa es la magia que se quedó por el camino en el salto al terreno digital. Todo el mundo parece creer que dinero y ordenadores bastan para crear magia y no es así. Por eso sigo admirando tanto al criticadísimo George Lucas.
Y ya que hablamos de críticas. Estoy algo asombrado de la cálida recepción crítica que ha recibido este Ultimátum a la Tierra. Como poco se dice de ella que no es tan mala como cabía esperar (aunque, en realidad, sí lo es), y no deja de sorprenderme la tibieza que se muestra con algunos remakes cuando en otros está el hacha preparada para atacar. El caso de Ultimátum a la Tierra me ha recordado irremediablemente el de La guerra de los mundos. La prodigiosa novela de H. G. Welles contó con un magnífico filme también en la era dorada de la ciencia ficción, en 1953, apenas dos años después de conocer Ultimátum a la Tierra. Y hubo un remake hace no tantos años, apenas tres. Un remake masacrado por la crítica. Claro, lo dirigía el fácilmente criticado Steven Spielberg y lo protagonizaba el por todos lados atacado Tom Cruise. Sigo pensando que La guerra de los mundos de 2005 es una película magnífica, un remake que sí crea y reinventa, un filme que ganará prestigio con los años y que animo a todo el mundo a ver para disfrutar. Al contrario que este Ultimátum, por cierto.
La decepción que genera esta película es grande, sobre todo entre los que adoramos el original (¡Si ni siquiera llegamos a escuchar en el remake la mítica frase "Klaatu Barada Nikto", todo un icono para los aficionados de la ciencia ficción!). Le falta épica, le sobra metraje (sobre todo la parte más militar de la película, incomprensible, inconsecuente, insustancial) y un misterio en la primera mitad de la cinta que no consigue transmitir con éxito al espectador. Una película mal escrita, mal construída, mal hecha. Una pérdida de tiempo. Y no, probablemente no sea tan mala, pero sí es total y absolutamente innecesaria y prescindible. Y eso duele teniendo un material tan magnífico para empezar a trabajar.
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