Cuando se supo que Edgar Wright iba a dirigir Ant-Man hubo una oleada de reacciones positivas, o al menos intrigadas por lo que un director como él podía hacer en una franquicia superheroica. Cuando se anunció que Marvel prescindía de Wright por las famosas diferencias creativas y la puso en manos de Peyton Reed, un halo de pesimismo se instaló sobre el futuro de la película. ¿El resultado? Uno con muchos agujeros visibles, tanto para el que conozca ese reemplazo en la silla de director y la posterior reescritura del guión como para quien no sepa nada de esos cambios de rumbo, pero que consigue sobrevivir dentro del universo Marvel cinematográfico. Lo hace por los pelos y sin lanzar cohetes, y eso quiere decir que probablemente estemos ante la más floja adaptación de los personajes de la editorial, pero con un mínimo de entretenimiento basado en los acertados logros visuales y en el carisma del reparto. Eso sí, es muy fácil considerar Ant-Man como una oportunidad perdida.
Esa consideración se puede tener, además, desde dos puntos de vista. La tendrán, sin duda, los fans de Wright, encorajinados por las declaraciones de Joss Whedon en las que alabó sin medida su guión cuando estaba promocionando Vengadores. La era de Ultrón. Pero la tendrán también los fans del universo cinematográfico de Marvel, porque las buenas ideas que tiene la película, que en realidad son muchas, se diluyen por culpa de un guión claramente compuesto de retales (el más evidente, la conexión que se quiere establecer con los Vengadores resultantes de la segunda película del grupo, un escena del todo innecesaria salvo por esa razón y muy incoherente con la historia), por un exceso de metraje especialmente en la primera hora que seguramente se debe a una falta de seguridad en el producto acabado (de ahí la insistencia en repetir mensajes sobre el futuro no criminal del protagonista o el cariño que siente su hija por él) y por un montaje equivocado en muchos momentos, que no impone el ritmo necesario.
Esos son los defectos de Ant-Man. ¿Los aciertos? Hay que reconocerle muchos. Para empezar, era máxima la dificultad de llevar a la pantalla a un personaje como este, de poderes nada comparables a los de Thor, Iron Man o Hulk, y de protagonismo terriblemente lejano al del Capitán América. Y sin embargo el resultado es convincente. La adaptación del personaje (traspasando al traje a Scott Lang y no al clásico Hank Pym, aquí envejecido con el rostro de Michael Douglas) es muy acertada, aportando el tono macarra y cómico que Marvel quiere seguir explotando desde Guardianes de la Galaxia. Pero además hay una visualización fascinante del mundo de Ant-Man. Es creíble compartiendo plano con hormigas, sus poderes son verosímiles y sirven tanto como motor de la acción como de la comedia (aunque el gag del tren, divertidísimo, ya lo destripara el trailer). Y sobre todo se ha conjuntando a un reparto con carisma, que nada tiene que envidiar al de otras producciones Marvel a priori más importantes.
Paul Rudd convence, y eso es lo esencial. Es creíble como convicto, como héroe a la fuerza e incluso como padre, sabe aportar las dosis de humor adecuadas y también encaja en la acción. Michael Douglas aporta grandes dosis de carisma, y Evangeline Lilly es una gran incorporación al universo Marvel, que tiene incluso un enorme potencial para seguir creciendo si el estudio cuenta con ella, aunque Reed le dé un carácter omniprsente que juega en su contra y en el del uso del tiempo en la historia. La película vuelve a flojear por el lado del villano, en primer lugar por quemar demasiado rápido la bala de Chaqueta Amarilla, pero sobre todo porque con él la película encuentra caminos que prácticamente calcan los del primer Iron Man. Salvando sus errores de montaje, la media hora final cumple con creces, y eso permite salir con buen sabor de boca. Como con el habitual y esta vez escaso cameo de Stan Lee y las dos escenas postcréditos (la primera formidable, la segunda un pegote que busca anunciar la próxima película y nada más). Todo eso es el entretenimiento, por mucho que persista la sensación de que se podría haber hecho más.
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