Nunca lo entendió. Michael Bay nunca entendió Transformers. Sólo quería hacer una películas, que acabaron siendo tres, en la que salieran robots gigantes, mujeres sexys, secundarios cómicos a mansalva y muchas explosiones. Pero nunca entendió Transformers. Visto el trítptico definitivo de la saga completado con El lado oscuro de la luna, ese es el auténtico problema que sufren las tres películas. Michael Bay tenía los medios para haber hecho historia en el género, para haber creado una saga que marcara una difertencia (y no sólo en la taquilla, que ha reventado con las tres). Pero se pierde en los tópicos más aburridos y manidos del cine en general y de los géneros que toca en particular. Cae en defectos tan infantiles que provoca asombro con tanta frecuencia que es imposible recordar todas las secuencias inverosímiles que junta en una misma película. Y el caso es que, al final, uno no puede decir que lo haya pasado mal con este producto prefabricado, traicionero del espíritu de la franquicia que dice representar. Porque estas cosas entretienen. Pero son malas. La pena es asumir que ese mal camino es el único que se puede tomar cuando uno encara producciones como ésta.
Que Michael Bay no entiende Transformers es algo que ya había apuntado en la primera entrega y ampliado en la segunda, pero cabía la posibilidad de que fueran limitaciones técnicas o presupuestarias las que le hubieran impedido explicar mejor sus pretensiones en este universo de ficción. Pero la tercera película demuestra que no es así. Lo demuestra porque aquí está puesto todo. Son más de dos horas y media de espectáculo sin freno y sin límites, que llevan la acción hasta extremos que el propio Bay no había llegado a tocar en su ya de por sí grandilocuente filmografía. Y como todo está ahí, sólo cabe concluir que Bay no sabe lo que son los Transformers. Aquí tiene robots gigantes, sí. Tiene invasiones extraterrestres a gran escala, sí. Tiene un salvaje y violento clímax final de más de media hora. Pero me cuesta ver ahí a los Transformers. La capacidad de transformarse es inherente a los personajes (¡no hay más que ver el nombre de la franquicia!) y aquí apenas se usa. Son sólo robots gigantes y podrían ser cualquier cosa. Porque, además, Bay traiciona continuamente la esencia de los personajes, la que se ha ido transmitiendo en el tiempo por las diferentes encarnaciones de esta saga.
Bay comete además otros dos errores de bulto, apuntados en los dos precedentes y llevado al extremo (y al absurdo) en esta tercera entrega. En primer lugar, el excesivo tono cómico. Estas películas piden siempre respiros humorísticos, pero es que en Transformers. El lado oscuro de la luna todo es cómico: los insufribles robots pequeños, los padres del protagonista, el prescindible y odioso personaje de John Malkovich (¿se ha vuelto loco este actor?), el ya conocido y ya cansino de John Turturro... Hasta un Autobot que se transforma en un Ferrari ¡¡¡y habla por ello con acento italiano!!! En segundo lugar, la siempre absurda inclusión de la chica sexy y despampanante, que deja en nada los libidinosos planos de Megan Fox que Bay nos regalaba en las anteriores entregas (en especial en la segunda, La venganza de los caídos). Rosie Huntington-Whiteley es capaz de ir tan mona y correr tan rápido como los militares, mantener impoluta su hermosa melena rubia y que su cahqueta blanca siga igual de blanca al final de la película a pesar de haber vivido en primera línea una batalla descomunal. Atención a uno de los momentos más absurdos de la historia del cine: el sermón de la rubia a Megatron, pretendidamente el Decepticon más cruel y una caricatura en manos de Michael Bay.
Esas dos premisas arruinan todo el dramatismo que pueda tener la parte humana de la historia, en la que naufragan actores con prestigio (a todos los mencionados se puede ayudar a Frances McDormand y a un Shia LaBeouf que se convertirá igualmente en una caricatura de sí mismo si no cambia de registro ya). Por eso, el protagonismo es de los robots. Ahí es donde más pena da comprobar el resultado del trabajo de Michael Bay, porque la materia prima para hacer una película espectacular (y no sólo en lo visual) está ahí y queda arruinada. Un espléndido prólogo, bien narrado, con inteligencia y buen pulso cinematográfico, invita a pensar que esta historia tendría que haber sido la primera película de los Transformers, que tenía el potencial dramático para ser algo atrayente y no sólo para un público poco exigente. El clímax final deja los mejores momentos visuales de la saga sin discusión, por calidad y por cantidad. Y el 3D es brillante en esa parte final (mención especial para el lanzamiento al vacío de los soldados, un bellísimo momento que el 3D sí mejora sustancialmente) pero prescindible en casi todo el resto de la película. Pero todo esto se evapora porque Michael Bay no ha entendido lo que tiene entre manos.
No ha dotado a los robots de personalidades definidas, la amplía mayoría de ellos son intercambiables. Y los que sí destacan, los que los aficionados han querido a lo largo de los años, aparecen aquí distorsionados o caricaturazados. Y no es un error, sino un patrón, porque la distorsión se da en los Autobots, los buenos, y la caricatura en los Decepticons, los malos. Es triste ver que Optimus Prime suelta frases casi psicopáticas y llenas de odio y de rencor (o la excusa argumental por la que se ausenta durante largos minutos de la lucha final: inconcebible y demencial) o el giro de Sentinel Prime (el personaje más destacado que se añade en esta tercera película), pero más triste aún es ver una encarnación tan ridícula de Megatron (infinitamente menos adulta que la que hace 25 años mostró la película de dibujos animados) o una tan lastimosa de Starscream. Bay también cae en el error de querer hacerlo todo más grande que en la anterior entrega. Siempre más grande que en la anterior, que no mejor. Y eso, si hablamos de robotos gigantes, implica robots de mayor tamaño. ¿Dónde estaban en las anteriores películas? La continuidad no importa. Tampoco que así demos el salto de Transformers a cualquier otra franquicia o película (y es inevitable pensar en la reciente Invasión a la Tierra).
Lo peligroso, insisto, es que uno no sale del cine con la sensación de haberse aburrido. Igual es que las dos puñaladas traperas (y divertidas, no lo neguemos) que se le dan a Megan Fox por medio del guión compensan por las atrocidades cinematográficas que se perpetran con la bella Rosie Huntington-Whitley como protagonista. Igual es que el cariño infantil por los Transformers y la ilusión que siempre hace ver algo así en pantalla grande, con un sonido y una imagen espectaculares, mitigan todos los defectos de filmación y de narración que encierra la película. Igual simplemente es que hemos asumido que el mal cine puede ser un buen entretenimiento. O igual es que estoy muy condicionado por el odio (cinéfilo) que siento por Michael Bay, un director que hace años, tras ver Pearl Harbor, me hizo acuñar una teoría: mete tantos planos por segundo que a veces acierta. Aquí la mejor noticia es que rodar en 3D ha calmado los insufribles movimientos de cámara y la ametralladora de planos en la que convierte Michael Bay las películas. La acción se sigue perfectamente, incluso en 3D. Y hay momentos inolvidables. Para bien y, sobre todo, para mal. Ojalá alguien retome el testigo en la franquicia y sepa entender lo que supone.
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