viernes, marzo 13, 2015

'Puro vicio', complicaciones innecesarias

Cuando acaba Puro vicio, queda la impresión de que la historia que cuenta Paul Thomas Anderson es algo completamente olvidable. No lo es su forma de componer planos, su puesta en escena o lo que consigue sacar de sus actores (aunque eso, por cierto, es debatible en cuanto a su protagonista pero también al resto de sus actores), pero para su séptima película se ha metido un jardín difícil de entender, ha buscado unas complicaciones innecesarias para llegar a una más que nunca alargada película en la que importa mucho más la diversión puntual que el conjunto. Es mucho más divertido quedarse con alguna escena, con algún momento de la rocambolesca interpretación de Joaquin Phoenix o con la aparición de alguno de los actores que casi parece servirse de un cameo más que de hacer un trabajo más elaborado, que con una historia de la que se desconecta con absoluta facilidad a la media hora de película. Y lo que empieza como un cruce entre Chinatown y El gran Lebowski acaba siendo una película que se queda a medias de casi todo y en la que lo que más destaca es el ya mencionado Phoenix.

Y no es que eso parezca difícil, porque en muchas ocasiones se tiene la clara sensación de que Anderson ha escrito cada escena del filme pensando si no exclusivamente sí sobre todo en la reacción que podría sacar de Joaquin Phoenix al rodarla. Tanto da que sea exagerada, pausada, alocada, irreverente, trascendental o completamente inverosímil, que de todo hay, la película gira en torno a lo que hace y dice su protagonista. Por eso, la mejor forma de disfrutar Puro vicio (mala traducción española, por cierto, quizá para llamar la atención) es centrarse en el detective privado adicto a la maría que interpreta en un innecesariamente enrevesado caso que hace que se pierda la concentración bastante pronto y que decepciona enormemente al final, cuando la conclusión del gran misterio que parece plantear la película es el punto más bajo de la historia. Puede que Anderson pensara una película como una metáfora del consumo de este personaje y su extraña vida, plenamente manifestada en su aspecto, en su viaje dándole a esa palabra el amplio sentido que ya sugiere el título, pero no consigue dar esa impresión de forma general.

En realidad, no es que Anderson se haya desviado demasiado de lo que ha venido ofreciendo como director desde que llamó la atención por primera vez con Boogie Nights, allá por 1997, y que ha prolongado en películas como Magnolia, Pozos de ambición o The Master, pero es difícil encontrar satisfacción en su resultado. Se le puede alabar por la forma en que se plantea las películas, por sus méritos como director de actores y por una enorme sensibilidad, casi pictórica, a la hora de componer sus planos, pero todo eso acaba siendo un envoltorio vacío, especialmente para quienes no sean capaces de conectar con la un Phoenix a cada nuevo filme más estrambótico y alucinógeno. Eso, por extraño que pueda parecer, es un elogio, por mucho que cada vez sea más plausible considerar el trabajo del extraordinario actor como una extensión natural de su extravagante personalidad. En el reparto hay más satisfacciones, como la insospechada de Katherine Waterston y la más habitual de James Brolin, aunque su personaje tenga una salida final que puede provocar algo de perplejidad.

Puro vicio es una película llamativa, provocadora y a ratos muy divertida, pero que está francamente lejos de suponer una experiencia positiva en conjunto. Pensando demasiado en lo que le podría aportar Phoenix, con el que ya trabajado antes, a Anderson se le escapa entre las manos una historia que pierde interés de forma progresiva. Si al comienzo de la película se presta atención por el detalle, por los personajes, por los nombres, por las relaciones que pueda haber entre uno y otro, al final todo da bastante igual, y eso resulta inadmisible en un thriller noir (incluso mantiene la voz en off propia del género, aunque viciada, nunca mejor dicho, por una a ratos hasta insoportable pretensión de trascendencia filosófica) que desperdicia así las posibilidades del relato y las del escenario escogido (un pueblo de Los Ángeles en los años 70). Y el caso es que da la impresión de que a los seguidores habituales de Anderson puede bastarles, pero sin ese respaldo previo ahora mismo parece complicado saltar a este tren en marcha que es su filmografía.

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