Atrapados en Chernóbil es el tipo de película que resulta fácil despedazar. Muy fácil. Tópica hasta la extenuación, siguiendo modelos más que trillados, con grandes errores de bulto en su desarrollo, algún que otro diálogo sonrojante... Pero en el fondo no tiene trampa ni cartón. Ni por encima ni por debajo de lo que ofrecen otras películas similares. ¿Qué quiere decir esto? Que seguro que hará pasar un rato entretenido a quienes habitualmente disfruten de las películas en la que un grupo de jóvenes guapos entran en un territorio más o menos exótico en plan de fiesta para acabar luchando por sus vidas mientras van cayendo uno por uno, retando al espectador a que haga una quiniela para averiguar el orden y la forma en que caen, hasta llegar a la gran sorpresa/susto/lucha final. Si se siguen haciendo tantas películas así, y si tienen el éxito suficiente como para llegar a los cines y no acabar como un estreno en vídeo, es porque tienen mercado. Buena no es. Pero digna dentro de lo suyo, sí. Tampoco es La hora más oscura. Esa, con las mismas premisas, sí que era mala sin remedio.
Chris (Jesse McCartney) y Natalie (Olivia Taylor Dudley) son una pareja norteamericana que está haciendo un viaje espectacular por toda Europa con una amiga de ella, Amanda (Devin Kelley), que acaba de cortar con su novio. Llegan a Kiev, donde vive Paul (Jonathan Sadowski), el hermano de Chris, que es quien les propone un plan diferente al que tenían pensando. En lugar de ir a Moscú, les sugiere ir a los alrededores de Chernóbil con un amigo que ha conocido en su estancia en Ucrania, Uri (Dimitri Diatchenko), que tiene una agencia de turismo extremo. Allí conocen a otra pareja que se va a unir a ellos, Michael (Nathan Philips) y Zoe (Ingrid Bolsø Berdal). Y ahí es donde se complicara la cosa y, como decía, tendrán que luchar por sus vidas. Nada nuevo en el horizonte, ¿verdad? Dos parejas, una posible, dos rubias, una de ellas con un amplio escote, una morena, un ruso que ponga acento exótico, un paisaje diferente y llamativo (y esta vez no sólo para un espectador norteamericano). Y todos menos Uri, que es el ucraniano exótico, jóvenes y guapos, porque no se puede hacer una película de este estilo sin un rostro, un torso, unas piernas o un trasero que admirar. Lo de casi siempre, en realidad.
La estructura de la película no podría ser más clásica, con su introducción, su nudo y su desenlace, y hace con sus 90 minutos un reparto casi idéntico de cada una de sus tres partes. Las tres tienes pegas. La primera es muy, muy larga. Quien quiera ver una película de seis jóvenes atrapados en Chernóbil no tiene tanto interés en la presentación de los personajes o en sus planes de futuro, en las juergas que se corren en Kiev o los matones con los que se encuentran en la noche ucraniana. Es asumible que hay que poner algo para intentar generar cierta empatía con los personajes, pero no durante media hora. La segunda parte impresiona más por el escenario que por lo que genera la película. Ver Chernóbil (aunque sea un escenario y, obviamente, no el auténtico) y sus consecuencias impacta, sea en un informativo, en un documental o en un filme de ficción, pero es en ese tramo donde aparecen las primeras trampas para el espectador, habituales por desgracia en este tipo de películas. Y en la tercera, la que se convierte en el videojuego que el espectador sí quiere jugar, adolece de una planificación más serena o de planos más claros. Pero la cámara está demasiado en movimiento y enfocando espaldas.
Bradley Parker, técnico en efectos especiales que se encargó de la segunda unidad en la versión americana de Déjame entrar y que hace con esta película su debut como director, no se sale del camino marcado ni para bien ni para mal. Quiere ofrecer una película oscura de sustitos (el del oso evidencia lo fácil que es introducir algo tan efectivo como inverosímil e imposible) iluminados casi siempre con linternas que se encuentran convenientemente, una lucha por la supervivencia ante un enemigo que, siguiendo los cánones del terror más clásico, apenas se deja ver, y con menos sangre por metro cuadrado de la que cabría esperar en un filme de este estilo. Lo bueno es que lo más entretenido y trepidante está en sus veinte minutos finales, y cuando uno sale del cine lo hace con la suficiente adrenalina en el cuerpo para sentirse mínimamente satisfecho, sabiendo que no ha visto nada del otro jueves, en realidad algo tirando a malo, pero sí exactamente lo que ofrecía la película. Sin trampa ni cartón. Sin mucha calidad tampoco, pero el terror es hoy en día un género conformista.
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