Sam Raimi vuelve al terror, tras un largo paréntesis en su carrera dedicado a Spider-Man, con Arrástrame al infierno. Muchos esperaban este regreso porque el precedente es una de las sagas más populares que mezclan el cine de terror y el humor más macabro, la que inició con Posesión infernal hace ya casi tres décadas. Pero este regreso se produce sólo a medias. No hay en Arrástrame al infierno las dosis de humor a las que nos acostumbró Raimi en sus inicios como director, y, así, su última película se arrastra en demasiadas ocasiones en el tópico más tópico del cine de terror, en lo previsible del cine moderno y en lo simple de un guión al que le faltan un par de vueltas. Entretiene y asusta (¿qué sería del cine de terror sin el susto acentuado por la música?; o, dicho de otra forma, ¿por qué todos los directores caen en una forma tan fácil y tramposa de asustar a la audiencia?), pero podía haber dado más de sí. ¿Se habrá ascotumbrado Raimi definitivamente al cine más comercial y habrá enterrado su faceta más gamberra? No del todo, pero lo que está claro es que no estamos ante Posesión infernal.
Seguimos las andanzas de Christine Brown, una joven empleada de banco (Alison Lohman, la quinceañera que utilizó Ridley Scott en la interesante Los impostores, ya convertida en veinteañera). El primer toque gamberro, quizá el más inteligente y quizá, por desgracia, el que más desapercibido pasa en la película, es que su pesadilla comienza gracias a una hipoteca. ¿Quería Sam Raimi hacer una metáfora de la crisis económica actual? No lo sé, seguramente no, pero quizá no estaríamos en la situación en la que estamos si más de un banquero se enfrentara a la odisea que esa hipoteca le hace vivir a esta muchacha. También es apasionante el retrato familiar y, sobre todo, el del mundo laboral. La joven atractiva y el trepa inmigrante luchan por un puesto. Y la decisión está en manos de un jefe tan inepto como personalmente sobornable. Una pena que la película no nos quiera contar esto, más allá de la introducción. Pero, claro, es difícil encajar demonios, maldiciones y muertos en un cuento económico de terror. ¿O no...?
El caso es que Sam Raimi se decanta, como es lógico, por los derroteros que ya apunta en el prólogo aterrador y misterioso de la película. Los prólogos se están convirtiendo en una remora en la que caen casi todas las películas del género. Quizá buscan impresionar como hizo El exorcista hace ya muchísimos años, pero en realidad acaban desvirtuando sus propias películas. Aquí sucede. Aquí vemos en dos minutos lo mismo que a la protagonista le sucede en hora y media, y eso resta credibilidad al resto. Claro que, bien pensado, la credibilidad no es el objetivo de esta película. ¿Y cuál es? Supongo que pegar un par de saltos en la butaca mientras el director disfruta haciendo sufrir a la protagonista. Y eso lo consigue. ¿Empatía con Christine? A ratos. Yo la perdí en la escena más desaprovechada de la película, cuando la joven averigua que puede transmitir la maldición que le acosa a cualquiera otra persona y se plante a quién pasársela. El debate filosófico de a quién condenarías al infierno para librarte tú mismo se diluye como un azucarillo.
Los puntos fuertes de Arrástrame al infierno están en el Sam Raimi gamberro que los viejos fans de sus películas quieren ver. En escenas enteras (la lucha entre Christine y la anciana en el coche es de lo mejor que ha rodado Raimi, una secuencia tan absurda y desquiciada, tan propia de Posesión infernal -y de su protagonista, Ash, interpretado por un Bruce Campbell que por desgracia no tiene cameo en esta película como suele ser habitual en el cine de Raimi-, como aterradora) y en pequeños detalles (el director del banco, bañado en sangre de su empleada, preguntando "¿me ha entrado algo en la boca?"). En el Raimi más gamberro, en el director que nos ofrece un final (algo previsible, eso sí) que encaja perfectamente en el cine con el que él disfruta. También es notable el juego visual de sombras (que no se había explotado tanto desde que Francis Ford Coppola lo convirtiera en base imprescindible de su maravilloso Dracula), en la línea más clásica de enseñar al monstruo lo menos posible.
El guión, obra del propio Raimi, está escrito desde que el director finalizó El ejército de las tinieblas, tercera entrega de la saga de Posesión infernal. Pero aunque se marque alguna broma privada (¿no recuerda demasiado a la casa de su mítica saga la que el novio de Christine le describe para pasar un fin de semana...?), no parecen obras consecutivas. Se nota mucho que Raimi se alejó de su gamberrismo de terror hace más de quince años para abrazar la maquinaria de Holywood. No es que Arrástrame al infierno sea una película políticamente correcta, ni mucho menos, y de hecho, la base de usar sangre y otros líquidos para generar angustia sigue de lo más presente (la dentadura de la anciana da su juego...), pero, insisto, no es Posesión infernal. Parte del encanto se ha perdido también con el mundo digital. El Raimi gamberro necesita trucajes físicos, no unos ojos digitales que se salen de las órbitas.
Con todo, entretiene. Es exactamente lo que uno va a ver. Una película de terror con el sello Raimi, con algunos (menos de los deseados) toques de humor macabro y un castigo continua a una protagonista interesante. Los debates morales que la historia puede abrir no le interesan a Sam Raimi. Probablemente tampoco a la mayoría de sus espectadores potenciales. A mí me hubiera gustado ver algo más de eso. Pero se ve a gusto. ¿O es a disgusto...?
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