Cuando un cineasta, en este caso John Michael McDonagh, se presenta con una película tan interesante como El irlandés, tiene más que ganada la atención a su siguiente trabajo. Es ley de vida. Si convences, te siguen. Calvary es su segundo largometraje y consigue que el interés inicial pase a ser ya una cuestión de fe. McDonagh es un director en el que se puede creer, que sabe rodar, que sabe escribir, que sabe interpretar la realidad, y hacerlo desde diferentes géneros, la comedia de El irlandés, el drama de Calvary. Lo que hace en esta segunda es admirable. Parte de una base de thriller, con una primera escena formidable, un plano fijo que saca todo el provecho a la extraordinaria interpretación de Brendan Gleeson y una voz en off que plantea el misterio de la película, para dar paso a una magnífica recreación de un microcosmos, un pueblecito irlandés, que con facilidad puede extrapolarse a la sociedad en su conjunto. De esa forma, el abanico de temas que trata la película es tan grande que casi parece un milagro, perdón por el fácil juego de palabras ante el protagonismo de un sacerdote, que todo tenga cabida en poco más de 100 minutos.
La genialidad de Cavalry pivota alrededor de los dos nombres que destacan en la película, McDonagh y Gleeson. El primero, director y guionista del filme, demuestra un dominio extraordinario de todo lo que acontece en la pantalla, pero también de las sensaciones que puede provocar al otro lado de la pantalla, entre los espectadores. Quizá haya algo de efectismo en el clímax de Calvary, pero eso es lo único que se le puede llegar a reprochar, porque tratar a su público con tanta inteligencia como lo hace basta para perdonar los defectos menores que pueda tener la película. Gleeson, por su parte, es uno de esos actores sensacionales a los que todo el mundo recuerda haber visto pero rara vez dónde. No es sólo que sea muy bueno o que haga un papel formidable en el filme. Es que resulta maravilloso su salto de género conjunto con McDonagh, desde el policía de El irlandés a este sacerdote de profunda carga psicológica y emocional.
Con la base de esos dos trabajos geniales, la película fluye con tanta facilidad que se puede permitir el lujo de abordar una enorme cantidad de temas. Parte el filme de lo más polémico y turbio, los abusos a menores dentro de la iglesia, y acaba pasando por un enorme espectro de cuestiones, desde el maltrato doméstico al fracaso personal, pasando por el alcoholismo o la fe católica. Cada personaje que aparece en la película tiene algo que aportar y de hecho lo hace dentro de ese mencionado microcosmos de McDonagh. Por eso la película es tan interesante, porque habla sobre las fachadas que construyen las personas para esconder sus secretos y las diferentes maneras en las que se pueden derribar, y lo hace desde una multiplicidad de puntos de vista pero también a través de la mirada del sacerdote protagonista, que atiende a todos los problemas por igual sin importarle su grado de simpatía o comprensión.
Como ya se vio en El irlandés, a McDonagh le encanta el cinismo como parte ineludible de las relaciones personales. Por eso puebla Calvary de diálogos muy certeros, realistas, adecuados a cada uno de sus personajes y a la acción que muestra la película. La pesada losa del paso de los días (la película transcurre en una semana, y tiene una explicación que se cuenta ya en esa primera escena) es un elemento más que ayuda a crear una atmósfera sensacional, cruda y realista, como un reflejo de la misma sociedad a la que de alguna manera quiere representar este pueblo irlandés. Y es que no deja de ser algo a aplaudir que desde una mirada tan circunscrita a un entorno tan concreto, no hay que olvidar que McDonagh centró en el mismo punto geográfico tanto El irlandés como Calvary, acaba creando una todavía corta filmografía pero extraordinariamente compleja en cuanto a temas y situaciones. Si la primera interesó y la segunda confirmó, sin duda ahora hay muchas más ganas de ver qué hará McDonagh en su tercera película.
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