Como una condena inevitable, no dejan de surgir nuevas sagas (o intentos de saga) de protagonistas y contenido adolescentes que siguen un esquema predeterminado, que no ofrecen ninguna sorpresa y que lo único que buscan es seguir captando seguidores que cumplan con el ritual anual de ver una película de la serie sin hacerse demasiadas preguntas, siguiendo casi al pie de la letra el relato planteado por un libro de más o menos éxito y con unas características que se repiten sin cesar. Divergente, la última de esa moda, no sólo no es una excepción, sino que por desgracia es una de las más decepcionantes. Todo suena más inverosímil que, por ejemplo, en Los juegos del hambre. O incluso que en en Crepúsculo o en Cazadores de sombras. O en Soy el número cuatro. O, cómo no, en The Host. Son sagas cortadas por el mismo patrón de forma mimética y nada disimulada, y el proceso parece ir empeorando poco a poco. Divergente es inverosímil, no tiene carisma y está plagada de incongruencias, además de desaprovechar unas mínimas alegorías históricas que parece querer presentar en el universo que construye.
El punto de partida de la película, y del libro en el que se basa (que no he leído pero aún así se puede apostar que la película sea un calco casi idéntico que satisfaga a sus lectores), recuerda a ideas más o menos vistas. Futuro distópico, una Chicago rodeada por una enorme valla y cinco grandes clases. Entre dos de ellas hay una lucha de poder. Todos los jóvenes han de elegir en un momento de sus vidas, representado en una vistosa ceremonia, si quieren seguir en el gremio en el que han crecido o si optan por otro, al margen de los que les diga una prueba de aptitud previa que no parece tener entonces demasiado sentido. Puede que sea ahí donde empiecen los problemas de este mundo, que se mueve en los 139 minutos de la película con demasiado descontrol y poca fe en sus propias normas. Son incontables los momentos en los que uno se pregunta por qué sucede lo que está sucediendo o que sentido tienen algunos hechos. Y lo llega a decir con claridad uno de los personajes, Eric (Jai Courtney) cuando proclama que son las nuevas normas de hoy que sustituyen a las de ayer. Perfectamente aplicable a la propia película.
Gusten o no, lo que acaba salvando a una película de este estilo (o, dicho de otra manera, logrando dinero en taquilla) es el carisma de sus protagonistas. Gusten o no a la mayoría de los mortales, si los chavales a los que apunta un filme así acaban satisfechos o incluso enamorados es que la cosa funciona (sí, estoy pensando en Crepúsculo). Y ahí, a diferencia por ejemplo de Los juegos del hambre (que tampoco era una maravilla, por mucho que su segunda entrega suponga una gran mejora pero que supera con enorme holgura a ésta), Divergente no triunfa. Shailene Woodley (la hija de George Clooney en Los descendientes) y Theo James encabezan un reparto que cumple con la premisa de mezclar juventud y atractivo físico, pero cuyos personajes son tan previsibles, lo es todo el guión, que es difícil encontrarles sentido. Cumpliendo otra de las normas de este cine, ha de haber actores de reputación y de más edad, tarea que aquí completan Ashley Judd, Tony Goldwin y una Kate Winslet que pocas veces habrá estado tan poco interesante. Se nota mucho que sus pretensiones para aceptar esta película no pasaban de cobrar el cheque y cubrir el expediente.
Y todo eso repercute en el resultado final de Divergente, pobre y olvidable. Su escenario no termina de enganchar porque sus posibilidades se desaprovechan con una concatenación de sucesos nada sorprendentes, poco trascendentes y no especialmente bien explicados. Sus personajes no entusiasman porque o son estereotipos muy, muy trillados, simples caracteres que cumplen una función muy básica a veces incluso para una sola escena, o incluso desaparecen y reaparecen a conveniencia. Aún a pesar de su escenario de ciencia ficción, y algún que otro plano curioso de Neil Burger (un director que sorprendió con El ilusionista pero que más allá de eso no termina de evolucionar), la película echa en falta un auténtico clímax bien rodado y con la espectacularidad que necesita un filme así. Y se podrían seguir sacando defectos, pero todos se resumen en una pregunta: ¿Hacían falta 139 minutos para contar tan poca cosa? La obsesión por las trilogías, porque ésta también pretende serlo, hace que este cine, que antaño tenía sus posibilidades y su público, sea cada vez peor.