
Con el paréntesis de los años 90, en los que se dedicó a explorar con sobresaliente resultado terrenos como el terror psicológico (Misery) y el drama judicial (Algunos hombres buenos), Rob Reiner casi siempre se ha acercado a historias románticas. Le daba igual que estuvieran envueltas en el hermoso envoltorio fantástico de La princesa prometida, en la leyenda cinematográfica de Dicen por ahí, en la atmósfera contemporánea de Cuando Harry encontró a Sally o en el elitismo gubernamental de El presidente y Miss Wade. Ha tenido mejores y peores películas, pero siempre ha conseguido transmitir romanticismo en películas convincentes. Le faltaba buscar esas sensaciones con una pareja de adolescentes, y la novela escrita por Wendelin Van Draanen (cambiando la época en la que ésta se sitúa, desde el comienzo del siglo XXI hasta la década de los 60 de ese siglo pasado en el que todavía parece que vivimos) le ha dado la excusa perfecta.
Reiner traza con una delicadeza fascinante la línea entre el amor y el odio juveniles. Juli es una niña romántica que se enamora del chico que se acaba de mudar a la casa de enfrente (impecable la hermosa escena con la que se abre la película). Son apenas unos niños. Y los niños, siguiendo el tópico, no están interesados en las niñas. Es el caso de Bryce, que no soporta que su vecina y compañera de clase le persiga anhelando un beso. Ambos crecen y los sentimientos van cambiando. Ella se va desengañando, se da bruces con la realidad de que a él no le interesa, de que sueña con un imposible. Él, en cambio, experimenta lo contrario y se queda con el imposible que antes era de ella. Los caminos del amor y el odio se van cruzando. Contada así, la película corre el riesgo de caer en la sensiblería más pastelosa e intrascedente. Pero Reiner le da a esa historia un envoltorio que la hace crecer y avanzar. Dos familias muy diversas con más nexos de unión de los que podría parecer en un principio, y sueños y dramas que se mezclan en los caminos de los dos chavales y la gente que les rodea. Como la vida misma. Por eso Flipped engancha. Porque es tan fácil ponerse en la piel de algún personaje.
Y eso es así porque los actores realizan un trabajo formidable. Desde los más veteranos y conocidos hasta los más jóvenes y prometedores, todos ellos crean un reparto casi perfecto. Entre los primeros están Aidan Quinn, un intérprete que prometía mucho a comienzos de los 90 y que se quedó en el camino a pesar de su categoría; Rebecca De Mornay, que pasada su época de sex symbol quizá consiga por fin, y aunque ya parezca difícil en esta tiranía de la imagen, establecerse como lo que promete ser, una buena actriz; Penelope Ann Miller, de la que, a pesar de no haber logrado en su día la misma fama que la intérprete de La mano que mece la cuna, también tuvo sus momentos de fama gracias a Atrapado por su pasado (una de las mejores películas de Brian de Palma), Despertares o protagonizar junto a Arnold Schwarzenegger Poli de guardería; y John Mahoney (conocido por la serie Frasier), que da vida a un personaje capital en la historia.
Todos ellos hacen funcionar el engranaje de la película y tienen una gran importancia en ella, pero el alma del filme está en la profunda mirada de Madeleine Carroll, que crea en la pantalla mucha magia, mucho romanticismo y un saber estar impropio de alguien de su edad (catorce años). Callan McAuliffe está correcto, pero tiene las limitaciones propias de un actor adolescente. Madeleine Carroll no tiene límites. Y su nombre (que para mí era desconocido aunque forma parte del reparto de películas como El último voto, Resident Evil: Extinction o incluso algún episodio de la serie Perdidos) ya está apuntado en esa lista de jóvenes promesas que uno espera que no se echen a perder. Quizá le falta a la película un final más trabajado que haga justicia al buen rato que ofrece, pero al margen de este defecto, Flipped es fresca, es inteligente, es romántica. Es un título diferente y original. Es una pequeña gran maravilla.
De no proceder de un estudio grande y un director conocido, ya habría sido bautizada como la película independiente del año, ese honor absurdo y rimbombante que la crítica suele otorgar a películas que a veces se olvidan con demasiada facilidad. Pero como no puede tener esas etiquetas alternativas, es un filme que corre el peligro de pasar desapercibido (costó catorce millones y ni siquiera recaudó dos en Estados Unidos). Y sería una lástima. Pero es que la película se estrenó en Estados Unidos en agosto y en España no hay todavía fecha de estreno. Será que el romanticismo está en vías de extinción. ¿Lo está? Ver Flipped es la mejor forma de saber si en nosotros está escondido un romántico.