Cuando una película tiene un aspecto tan irreprochable como el de Selma y su tema es tan trascendente, los elogios suelen caer en cascada. Las nominaciones, también. Pero cuando la emoción llega de los sucesos históricos que interpreta y no de la propia película es que algo falla. No hay mucho que lamentar en Selma, la película de Ava DuVernay, pero tampoco hay gran cosa que perdure por sus méritos cinematográficos. Sí, la caracterización de Martin Luther King que hace David Oyelowo es intensa y a ratos espléndida, el reparto parece magnífico en casi todos los casos, y la reconstrucción histórica es tan lujosa como se puede esperar, por mucho que siempre haya cierta controversia en torno a algunos detalles de la adaptación. Pero la historia manda sobre la película con demasiada facilidad. Lo que emociona es porque sucedió, no por cómo nos lo está contando el filme, por muy imprescindible que sea la realización de películas como esta para no olvidar que esto aconteció hace no tantos años.
Eso, no obstante, esconde un mensaje inquietante. Y es que a veces da la impresión de que una película de negros, valga esa simplista y un tanto insufrible etiqueta, tiene que estar entre las grandes del año. Parece que si se aborda un gran tema racial la crítica ha de ser más complaciente e incluso reverencial. Y teniendo tan fresco el recuerdo de 12 años de esclavitud, Criadas y señoras o la misma Lincoln, es difícil valorar Selma mucho más allá de lo que sí es. Es una buena película, pero no está entre las que marcan una época, entre las que perduran en la memoria o entre las que puedan recibir el calificativo de definitiva. Interesante, sin duda. Con buenas escenas, sobre todo las que rodean a las marchas que se iniciaron en el puente Edmund Pettus, incluso la recreación de los discursos de King (aunque, en el fondo, se echa en falta la presencia del "I have a dream") gracias al muy buen trabajo de Oyelowo. Pero es poco lo que surge de los méritos cinematográficos, de la dirección de DuVernay o de otros apartados que no sean técnicos.
La sensación es que había que contar la historia, y que esta, por sí sola, ha de ser capaz de conmover a públicos norteamericanos y de cualquier parte del planeta. Y en parte es cierto. Es una historia emocionante, importante, aleccionadora, pero todo es tan tópico que Selma acaba camuflada en un cine amplio y poco arriesgado. La música es la que cabe esperar en las escenas en las que parece lógico incluirlas, las cámaras lentas aparecen cuando corresponde, los primeros planos y los generales se colocan exactamente donde lo diría cualquier manual. Irreprochable todo, sin duda. ¿Pero y el alma de la película? Esa se queda en el influjo de este Martin Luther King. Y eso que la fotografía, tremendamente oscura en demasiados momentos y de forma innecesaria, impide apreciar algunos momentos de las interpretaciones de otros actores de la película, entre los que destacan el siempre sensacional Tom Wilkinson o un Tim Roth mucho más interesante cuando se aleja del cine más comercial.
Selma, que toma el título del nombre del pueblo en el que acontece la protesta concreta que refleja la película, es correcta pero acaba resultando mucho más interesante para historiadores o sociólogos que para amantes del cine. Al filme se le escapan entre los dedos las posibilidades contar una historia desde un punto de vista original, a través del periodista o de la propia mujer de King, y sus momentos cumbre quedan confinados a la previsible glorificación de un protagonista sin tacha, mesiánico y trascendente en grado sumo, cuyo cansancio, mostrado en el tramo final del filme, no deja de ser más que una concesión a que su efigie no sea granítica y perfecta. La figura de Martin Luther King es, no obstante, razón suficiente para disfrutar con Selma. Su pelea, su ideario, su forma de enfrentarse a los problemas raciales en Estados Unidos justifican la película. Es más, la hacen necesaria. Pero esta no deja de ser una forma de conmemorar un aniversario de un hecho histórico mucho más que un filme verdaderamente inolvidable.
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