Es fascinante que el cine británico sea, si no el único, sí el más capaz de encontrar con acierto todas las vertientes del cine social. Pride forma parte del mismo, porque en ella se exponen varias causas de las que merece la pena hablar. Ambientada en los años 80, en pleno gobierno de Margareth Thatcher, no por nada apodada la Dama de Hierro, tiene dos grupos de protagonistas: un colectivo de mineros en huelga de Gales del Sur y un grupo de gays y lesbianas menospreciados en público, luchando por sus derechos y en pleno nacimiento del miedo al sida. Pero Matthew Warchus, director del filme, no apuesta por el camino más histórico, documental y sobrio, uno que podría haber encontrado porque la película está basada en hechos reales, encuentra uno divertido, vitalista e inspirador. No es el cine comprometido, por ejemplo, de Ken Loach, aunque por el lado más implicado encuentra sensaciones no tan divergentes. Pero, incluso usando algunos tópicos, es un cine tremendamente entretenido, de los que hace salir del cine sonriendo.
Pocas cosas no funcionan en Pride. Para empezar, los personajes son adorables, y eso es algo muy complejo de conseguir cuando hay más de una docena de protagonistas a diferentes niveles. Pero Warchus se maneja muy bien con todos ellos, sabiendo no sólo dosificarles para que ni se eclipsen ni están desaparecidos durante largos tramos de la película, sino también haciendo que salten de tono con una enorme facilidad. Pride es cómica cuando debe serlo, es comprometida cuando el mensaje tiene más posibilidades de calar, es dramática cuando corresponde (y este es el aspecto más sutil del filme, y por tanto uno de los más elogiables) y es siempre inspiradora. Es cierto que tiene algunos clichés, casi imposibles de superar cuando una película da el protagonismo con tanta rotundidad a una comunidad mayoritariamente heterosexual enfrentándose a la aparición de un grupo de gays y lesbianas, y mucho más teniendo en cuenta la época en la que se desarrolla la historia, pero eso es fácilmente perdonable.
Las razones, múltiples. Para empezar, que el guión es exquisito, y sorprende que Stephen Beresford, su autor, no tenga ningún otro libreto producido. El mismo manejo excepcional de los personajes, además de con un excepcional reparto en el que los más conocidos son Dominic West, Bill Nighy o Imelda Staunton pero en el que casi todos brillan, está ya presente en la hoja escrita, y se nota en unos diálogos medidos y siempre adecuados. Sí se le puede reprochar que deje pasar alguna que otra oportunidad de seguir profundizando en algún aspecto concreto de la trama, pero hasta en eso sabe salir de forma elegante (como con el personaje que más recelo tiene hacia la irrupción de este grupo homosexual en el pueblo en el que transcurre buena parte de la historia, con el que no se ceba a pesar de que ocasiones tiene para ello), o que en ocasiones apuesta por la salida más fácil y políticamente correcta. ¿Pero tanto importa eso cuando Pride ha proporcionado dos horas de tan sincera diversión?
No es una tarea fácil que el cine inspire de una forma tan sincera, y más cuando las causas pueden ser ajenas al espectador. Pero Pride es tan sincera y aboga por una universalidad tan evidente (hasta se dice en uno de los diálogos que no importa la causa por la que se lucha, sino encontrar un amigo que te respalde, en una reivindicación preciosa de la parte más honorable del sindicalismo) que su contenido social engancha desde el principio, incluso aunque la película no quiera entrar en el oportunismo que pueda haber en la lucha por los mineros de este colectivo homosexual. La comedia, después, viene rodada. El choque entre diferentes no es que la ponga en bandeja, sino que deja un escenario formidable que la película aprovecha de todas las maneras posibles, en el entorno rural y en el urbano de Londres, con personajes de diferentes edades y condición social, en el núcleo familiar y en el social. Pride es una de esas pequeñas joyas que de vez en cuando ofrece el cine británico y que cautiva de principio a fin, mucho más sabiendo que es una de esas historias reales que acaban siendo más grandes que la ficción.
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