Hay buenas ideas en No llores, vuela (una de ellas no es precisamente la imaginativa traducción en España del título original, Aloft), pero el impacto de la película queda frustrado por muchas razones. Es difícil decir cuánto acierto se ha quedado en la reducción del metraje de la película, de los 112 minutos que duraba cuando se presentó en el Festival de Berlín a las 95 que quedaron cuando llegó al de Sundance y después a las salas comerciales, pero lo que es obvio que al resultado final le faltan unas cuantas cosas y le sobran algunas más. La historia de una madre interpretada por Jennifer Connelly con dos hijos, uno de ellos enfermo, y su desesperada búsqueda de soluciones, incluyendo la de un sanador, tiene buenos momentos cuando sabe cómo hilar los dos momentos temporales que recorre el filme, pero justo eso se acaba desinflando al final, porque el clímax es probablemente lo menos contundente del tercer largometraje de Claudio Losa. Connelly, eso sí, basta para compensar el irregular resultado.
No hay muchas actrices capaces de desprender tanta tristeza como Connelly. Su mirada, su expresión, su voz, todo encaja a la perfección en el personaje que le asigna Llosa, y al final es ella casi en solitario la que sostiene la película. Cuando está en pantalla, es imposible desconectar gracias a la enorme fuerza que emana siempre de su trabajo. Cuando desde el otro momento temporal del filme se refieren a ella, al menos hay expectactivas de ver algo interesante que equilibre sus dos mitades. No sólo la presencia de Connelly es lo que hace más interesante esa parte del filme (por la que se apuesta descaradamente incluso desde el cartel de la película), sino que la historia tiene mucho más poder emocional en esa zona del pasado, dejando los mayores defectos y las escenas más superfluas o peor explicadas para el momento presente. Por eso hay un desequilibrio importante en la cinta. ¿Por culpa del nuevo montaje? Quizá.
El caso es que esa irregularidad supone desaprovechar algunos de los elementos de la película. Lo principal es que No llores, vuela no tiene un foco claro. Cuando aborda la relación del personaje de Connelly con sus dos hijos, incluso con el resto de personajes que hay a su alrededor a pesar de que estén bastante desdibujados, el resultado es atractivo. Pero todo suena mucho más difuso cuando intenta hablar de otras cosas como el mundo de los sanadores, la relación familiar del personaje de Cillian Murphy o las aspiraciones del de Mélanie Laurent. Y es una pena, porque la película se beneficia de un espléndido reparto pero también de elecciones visuales interesantes, tanto por el trabajo de Llosa como directora como por la elección de escenarios, que encuentran un significado dentro de la propia película y añaden matices a sus temas principales. Pero cuando esa sensación llega, especialmente en el tramo final, es la historia lo que decepciona.
No llores, vuela busca un impacto emocional que consigue sólo por momentos. Lo hace en su drama, lo hace gracias al trabajo de Connelly, con instantes tremendamente impactantes como la lágrima del actor infantil Zen McGrath, un plano mucho más difícil de conseguir de lo que parece y que desborda la sinceridad que necesitaba la película en su conjunto. Buenas escenas, buenos momentos, buenos personajes, pero un conjunto que no termina de emocionar como debería. Todo parece estar ahí, pero el puzle no encaja, hay escenas de sexo que no funcionan, reacciones personales que no convencen y algunos elementos más que no ayudan a que el resultado final sea notable. No naufraga como para despreciar los aciertos de la película, pero está demasiado lejos de convertirse en la cinta que seguramente aspiraba a ser, quedándose al final en una en la que destacan algunos aspectos técnicos y sobre todo la interpretación de su protagonista por encima del corazón emocional que pedía a gritos una historia como esta.
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