Siempre se ha dicho, con toda la razón del mundo, que la comedia es el género más complicado de todos. Eso no impide que haya un gran número de comedias que se estrenan todos los años en los cines de todo el mundo y que el cine español se lance de cabeza con mucha frecuencia al género. Las ovejas no pierden el tren es uno de esos ejemplos, pero es uno fallido detrás de su rimbombante pero en el fondo poco certero título. Álvaro Fernández Armero ha construido un filme que tiene su principal defecto en que apenas hace gracia. Dos o tres chistes sueltos sí crean el efecto deseado, pero la película se escapa en ese sentido sin pena ni gloria, sin alcanzar sus objetivos, sin provocar siquiera la hilaridad fácil con los chistes más picantes, que en un terreno en teoría más fácil, y dejando la sensación de que como drama podría haber tenido más posibilidades que como comedia, de que son muchos los temas desaprovechados y que el guión final resulta en algunos momentos hasta repetitivo.
A primera vista, la idea de Fernández Armero es buscar el roce mediante la contraposición de mundos opuestos. El urbano y el rural por un lado, pero también el masculino y el femenino, el familiar y el generacional. Y son tantas cosas las que quiere contraponer que la película va pasando sin que en realidad quede muy claro qué quiere contar, cómo quiere contarlo y qué información necesita para hacerlo, si quiere hablar de la crisis, de la familia, de la pareja o del sexo, y si los personajes que aparecen en la pantalla le son útiles o simplemente peajes más o menos necesarios. Esa indefinición podría haber quedado como un detalle menor si los personajes fueran carismáticos o si la película fuera realmente una expresión perfecta del gag, pero Las ovejas no pierden el tren no triunfa en ninguno de los dos sentidos, lo que supone que sus actores no están precisamente en el papel de sus vidas ni el propio Fernández Armero, autor también del guión, ha sabido sacar los mejores chistes de su imaginación.
La película se centra en una pareja que tiene un hijo y acaba de mudarse a un pequeño pueblo de Segovia, pero la convivencia empieza a estropearse justo cuando están buscando un segundo hijo. Él (Raúl Arévalo) tiene que lidiar con su hermano (Antonio San Juan), que se ha separado y está saliendo con una chica de 25 años (Irene Escolar), y con sus padres. Ella (Inma Cuesta), con su alocada hermana (Candela Peña) y con su liberada madre (Kiti Manver). Mucho enredo pero, en realidad, poca chicha (y no, no cuenta el nuevamente poco motivado pero siempre obligatorio desnudo femenino, al menos esta vez no por parte de alguna de las protagonistas). O el menos hay poca chicha tal y como ha montado la historia Fernández Armero, que tampoco ha sabido medir otros aspectos de la película, como el espacio (¿qué sentido tiene vivir en el campo si se pasan media película en la ciudad?) o el tiempo (¿de verdad pasan meses en esta historia?). Hasta los diálogos, e incluso el tono de voz de algunos actores, suena bastante irreal.
Las ovejas no pierden el tren se va quedando rápidamente sin mensaje, haciendo que pasen los minutos, muchos minutos además hasta rondar las dos horas, y hasta que llega a un cierre algo apresurado y que retira el foco de atención de la pareja protagonista, la menos importante al final. Aunque es verdad que no es demasiado habitual que se reúnan las dos ramas de una familia para explicar estas relaciones que sí se ven en el filme, lo cierto es que también hay demasiados tópicos y conversaciones mucho más facilonas. Pero lo peor es, sin duda, que la película no provoca carcajadas, ni siquiera bajando mucho el listón, y dado que está configurada para ser una comedia (y ahí están dirigidos los recursos de los actores principales, en especial Cuesta, Arévalo y Peña) eso acaba siendo un lastre demasiado grande como para poder disfrutar de una película fácilmente olvidable.
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