Casi parece una obligación para cualquier director de éxito hacer en un momento de su carrera un ejercicio de estilo. Es lo que hace Rupert Wyatt en El jugador, tomando distancia con respecto a su anterior película, la diametralmente opuesta El origen del planeta de los simios. Y es un ejercicio de estilo que fascina, que arranca con una brillantez espectacular, con una presentación de su personaje protagonista apabullante, que sigue de una forma terriblemente atractiva, pero que se queda sin el remate final que necesitaba. Es, muy claramente, el peaje que Wyatt paga por el hecho de rodar para un gran estudio, pero que por desgracia limita el alcance de lo que se estaba convirtiendo en una extraordinaria película. Aún así, el resultado es muy interesante, notable en su conjunto, un thriller contundente, muy bien llevado, con un montaje visual y sonoro espléndido y con un reparto excelente. Lástima que le falte la guinda, pero aún así merece muchos elogios.
Incluso con ese defecto, la forma en la que arranca la película compensa con creces cualquier error que Wyatt pueda cometer con el preciso (pero también culpable de ese detalle) guión de William Monaham, basado en el filme del mismo título que dirigió en 1974 Karel Reiz con James Caan como protagonista. Pocas veces un título es tan adecuado como aquí: esta es la historia de un jugador, de uno que nunca sabe cuándo parar, que vive para jugar, que apuesta siempre en un todo o nada continuo y a todos los niveles. Eso que demuestra sobre la mesa de juego es una metáfora salvaje de su propia vida, y eso es algo que muestran de una forma sobresaliente Monahan, Wyatt y el propio Mark Wahlberg, un actor capaz de enormes logros interpretativos cuando se pone manos a la obra. Y este es uno de esos casos, donde su sutil transformación física es lo de menos.
En torno a su figura, El jugador, se va convirtiendo en un demoledor retrato sobre un mundo sórdido en el que nada vale más que el dinero, y donde las tensiones afectan a todos los aspectos de la vida de su protagonista, sus afectos, su familia, su trabajo. Es brutal el contraste entre un aspecto de su vida basada en la capacidad artística, la que marca sus enseñanzas como profesor universitario y sus creencias sobre la excelencia, y el puro azar que por un momento parece dominar de forma casi sobre natural. E igualmente brutal es la relación con su madre (una magnífica Jessica Lange), con una alumna brillante que es mucho más de lo que aparenta (una brillante Brie Larson) o con los prestamistas que se cruzan en sus apuestas (si hay uno que destaca a todos los niveles, en el guión y en la interpretación final, es el de un John Goodman magnífico que deja la filosofía más apabullante de toda la película).
Wyatt ensambla todo con bastante acierto, con un montaje lleno de sutilezas y brillantemente dividido con rótulos que anuncian el paso del tiempo y con una ambientación musical tan llamativa como formidable, tanto por la selección de las canciones como por la música de Jon Brion y Theo Green. Es verdad que lo mejor de la película está en su primera media hora (qué forma de elevar la tensión de cada plano por la incertidumbre que genera una simple carta, y qué forma de transformar la película para darle todo el poder a los diálogos) y que, sabiendo que es una película de estudio, no resulta difícil cómo va a ir encaminada para que el desenlace sea, digamos, apropiado. Pero, aún dejando el mundo de la película en un punto extraño y que seguramente no era el que pedía la narración, el camino es tan sugerente que se puede obviar la comercialidad que acaba abrazando por encima de la historia.
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