Hay dos momentos en los que el análisis de Frío en julio difiere notablemente. Durante la película no hay queja posible. Jim Mickle rueda con brío e inteligencia, planifica con mucho acierto las secuencias más complejas, lleva adelante un guión complejo y consigue que cada giro de 180 grados, que los hay en abundancia, no haga que la película se traicione a sí misma. Viéndola, lo más fácil es calificarla como valiente y eficaz. Pero cuando ésta acaba, cuando comienza la reflexión más sosegada, es cuando se le empiezan a ver las costuras. No es que utilice un macguffin, es que lo lleva casi al extremo del desinterés, olvidando por completo partes esenciales del arranque de la historia. No es que opte por un camino, lo cual es lícito y el escogido tiene además enormes puntos de interés, sino que se olvida por completo de parte del relato y de lo que conforma parcialmente a uno de los tres principales protagonista. Y eso deja una sensación extraña.
Los aciertos superan a los errores, porque la película engancha. Su primera secuencia es toda una declaración de intenciones. La idea es atrapar al espectador y no soltarle. Que no reflexione, sino que sienta. Que no se detenga en qué se le está escapando, sino que goce con lo que está viendo y la historia en la que está siendo sumergido. Eso lo hace admirablemente bien, porque hay una meticulosa planificación de los personajes, del asustadizo padre de familia al que da vida Michael C. Hall (en una formidable transformación para quienes le conozcan por la serie Dexter), del inquietante criminal al que interpreta Sam Shepard, y del enormemente atractivo personaje que queda en manos de un Don Johnson sensacional, cuya irrupción en la película es de las que llaman la atención poderosa y positivamente. Mickle, además, no se limita a dejarse llevar por los aciertos de su reparto. Hay buenos planos y una magnífica ambientación.
Con la temática también hay muchos elementos de interés. Hay, desde diferentes prismas, una atractiva reflexión sobre la violencia y el uso de las armas, como punto de partida de una historia turbia y compleja. Es verdad, y ahí está el problema de la película, que lo que permite que el relato arranque es al final una anécdota a la que no se presta atención, y que el papel del personaje interpretado por Michael C. Hall es llevado por senderos difíciles de explicar. No en lo emocional, porque ahí radica parte de la fuerza de la película, pero sí en los aspectos más prácticos. Que sea un cabeza de familia, un hombre preocupado por su mujer y su hijo, es vital para la película, pero de repente esos dos personajes secundarios molestan y el guión no termina de explicar demasiado bien su ausencia. Cualquier análisis que se le pueda hacer cobra más sentido una vez vista la película, dado que merece la pena no revelar ninguno de sus giros.
Eso, sus giros y la mezcla de géneros, es lo que da un toque de valentía indiscutible al filme. Frío en julio está muy lejos de ser una película tópica o corriente, y por eso no sólo se merece una oportunidad sino un sincero aplauso. Tiene notables imperfecciones, pero muchos más puntos de interés. Sobre todo, tiene vida, es una película en constante movimiento en la que no se puede dar nada por sentado, que transita por géneros tan distintos como el thriller psicológico e incluso rinde homenaje al western más clásico y violento, especialmente en su clímax final. Por eso, la película no llega a soltar nunca al espectador. Es al terminar éste de ver el filme cuando la reflexión deja algunos puntos en suspenso. Quizá la novela, de una extensión superior, dé las respuestas que no se encuentran en la pantalla. Con todo, Frío en julio es una espléndida muestra de un cine más pequeño, sin grandes estrellas pero con mucho talento.
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