Cuando se abordan historias de corte realista, relatos del sufrimiento de un padre o una madre, con algún niño de por medio y algún tipo de mal físico o psicológico, el tufillo a telefilme parece inevitable. Hollywood, de hecho, ha abrazado ese tipo de historias en las que coloca grandes historias tratando de huir de esa sensación y así ofrecer un producto emocionalmente atractivo y relativamente barato de producir. De padres e hijas se enmarca claramente en esa corriente que su director, Gabriele Muccino ha llevado a cabo ya en ocasiones anteriores sobre todo de la mano de Will Smith. Aquí no sólo tiene a Russell Crowe y Amanda Seyfreid como protagonistas, sino que cuenta en el reparto con otros nombres como los de Diane Kruger, Aaron Paul, Quvhenzane Wallis, Octavia Spencer, Jane Fonda o Bruce Greenwood. Pero la película sabe a poco por una razón, y es que plantea dos historias paralelas para huir del tono de telefilme y ambas quedan bastante inconexas.
La primera escena de la película, y por tanto no es un gran spoiler, nos pone en situación. Un accidente de tráfico acaba con la vida de la esposa del personaje de Crowe y él, un novelista de éxito se queda solo para criar a su hija de ocho años, pero con graves secuelas que le llevan a ingresar un hospital psiquiátrico. Esa es la primera trama. La segunda, la de la hija ya adulta, interpretada por Seyfreid, una asistente social que es incapaz de amar y que suple esa falta de cariño de formas algo problemáticas. Según pasan los minutos y alternando narraciones, De padres e hijas se antoja una película larga precisamente porque no es capaz de establecer una conexión clara entre esa niña feliz con su padre pese a echar de menos a su madre y esa joven de tendencias tan peligrosas y que no sabe gestionar su amor. De hecho, la conexión entre ambas partes no llega a ocurrir.
Es, claramente, la forma en que Muccino quiere que el guión de Brad Desch trascienda el tono de telefilme y adquiere un porte más maduro, un acabado más trabajado, pero no lo consigue. El peso de la película queda, por tanto, en ambas partes de la historia por separado y en los actores. Y ahí, a pesar de algún que otro diálogo que se cae por el peso de su propia pomposidad (la última escena de Diane Kruger viene a ser un ejemplo perfecto), De padres a hijas sí se sostiene. Por supuesto, como cabía esperar, lo mejor lo aporta Crowe, que sigue siendo uno de los actores más camaleónicos que hay en el cine actual, capaz de interpretar con la misma fuerza a un héroe de acción que a un padre pasando por momentos verdaderamente difíciles, en lo familiar, en lo personal, en lo económico, en lo profesional y en su salud. Él es quien asume la carga de sensibilizar al espectador y lo hace con enorme brillantez.
Como De padres e hijas podría haber sido una película que se hubiera quedado en un retrato de actor y nada más (como, por ejemplo, lo fue Siempre Alice con la figura de Julianne Moore, que logró el Oscar por ese papel), Muccino rodea a Crowe de un reparto muy sólido, pero que, al final, queda desaprovechado por la desconexión entre las dos historias y porque partir la película por la mitad recorta el desarrollo de varios de ellos. A ratos, De padres e hijas se olvida de la enfermedad de su protagonista. A ratos, del vacío emocional de la hija. A ratos, de esa cuñada llena de rencor. Y a ratos de ese vacío que queda en la película por la enorme elipsis que separa los dos tiempos que narra. Hay momentos interesantes y buenas actuaciones, pero en el fondo la película no consigue escaparse de esa temida sensación de telefilme. Digna, pero escasa.
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