Son indudables los valores poéticos de Paolo Sorrentino, el autor que se metió al mundo en el bolsillo (y un Oscar) con La gran belleza, y que se manifiestan también en La juventud. Pero la suya es una poesía a ratos extraña. En este filme, desde luego, plagada de altibajos, de escenas maravillosas y momentos en los que no se sabe muy bien hacia dónde pretende conducirnos. Y con un final que no es tan fácil de desentrañar, por momentos es razonable la duda sobre si lo que está haciendo es un retrato melancólico sobre la tristeza y el cansancio o si lo suyo es un canto a la vida intenso y emocionante. El último plano del filme, desde luego, añade más elementos para el debate. Todo esto, no obstante, hay que colocarlo en la bandeja de los aciertos, porque está claro que la película invita a pensar y eso nunca puede ser malo.
Quizá el problema esté no tanto en lo racional sino en lo emocional. Sorrentino juega con la comedia y con el drama, desembocando a veces en la tragedia y sin que muchos de los personajes que coloca en este microcosmos en que convierte un lujoso hotel en los Alpes terminen de posicionarse en uno u otro espectro. La amalgama es lo que confunde. Hay personajes de abierto calado cómico, como ese émulo del Maradona en la peor forma física posible que comparte retiro con los auténticos protagonistas del filme, un director de orquesta retirado (Michael Caine) y un director de cine que ultima el guión de lo que tendría que ser su testamento cinematográfico (Harvey Keitel). Los dos, sublimes, reconcilian las dudas que pueda generar la película con el espectador y evidencian, una vez más, que el talento no tiene edad y que la juventud que pregona el título es de espíritu y de corazón.
Puede que esa sea la lección de la película, su ruptura con los convencionalismos del cine moderno, esa que apuesta por la juventud del cuerpo y de la belleza como única fórmula posible para convencer a la audiencia. La trampa, no obstante, está en que Sorrentino también cae en ese mismo pozo (no hay más que ver a la Miss Universo que, como reviente no se sabe muy bien por qué razón el cartel de la película, se pasea desnuda frente a nuestros protagonistas). Lo que está claro es que el director es un tipo audaz, capaz de insertar en medio de la película un divertidísimo vídeo pop para contraponerlo a la pausa del cine que le gusta y que subliman de una forma notable Caine y Keitel, haciendo que se sienta con fuerza esa amistad de décadas que comparten, no sólo por medio de unos diálogos notables, sino mediante el enorme poder de sus expresiones. Caine nos ha acostumbrado últimamente a papeles inspiradores y de mentor, y verle languidecer con apatía es una muestra de su genio.
A tenor de todas estas conclusiones, se puede decir que La juventud es una película irregular. Tiene momentos muy logrados y otros que no alcanzan ese nivel. Sorrentino, eso sí, dirige con maestría a todos los actores, desde los ya mencionados protagonistas hasta a Rachel Weisz o Paul Dano, pero se guarda su mejor baza para el tramo final de la película, con una Jane Fonda espectacular, breve y concisa, dando vida a una gran estrella de cine, la diva que ha de protagonizar ese último gran filme del director al que da vida Keitel. Su personaje es el detonante de toda la resolución de La juventud y, por consiguiente, del gran debate que deja pendiente de resolver. ¿Lo que hemos visto es real o es un juego que Sorrentino entabla con el espectador? Queda en el aire, y eso forma parte de los aciertos del director pero también de las dudas que pueda generar la película.
No hay comentarios:
Publicar un comentario