Resulta curioso que en España se mantenga el título original de Point Break, en teoría para ocultar que se trata de un remake de Le llaman Bodhi, película de 1991 que dirigió Kathryn Bigelow mucho antes de que un Oscar ensalzara su figura de una forma bastante exagerada, y que en el doblaje de esta nueva versión coloquen a ese segundo protagonista diciendo "me llaman Bodhi", en una traducción que obedece mucho más al frikismo que a la realidad. La realidad es mucho más triste que el recuerdo que se pueda tener del filme original, porque lo que Ericson Core ofrece en esta nueva Point Break es una extraña mezcla entre deporte extremo rodado con cierta espectacularidad y una filosofía hueca que redunda en unos diálogos pobres y en una historia bastante más vacía y carente de sentido de lo que cabría esperar después de ver esa factura técnica tan aparentemente llamativa.
En realidad, no se podía esperar gran cosa más de la película. El salto que pega desde el Point Break original es precisamente ese, es el de la espectacularidad. Si allí era un grupo de surferos el que se convertía en una banda de ladrones con las máscaras de expresidentes norteamericanos, aquí son deportistas extremos en general, que se atreven con todo, con surf, escalada, salto base, y cualquier reto que se les ponga por delante. Eso, en primer lugar, añade un grado de irrealidad a la película de la que sólo se puede salir obviando por completo lo imposible que es que el agente del FBI infiltrado las domine con la misma soltura que quienes, se supone, llevan años recibiendo un entrenamiento específico para ellas. Pero, claro, Hollywood nos ha acostumbrado a que hay que olvidar las leyes de la lógica para disfrutar hasta de la más accesible de sus películas, así que sigamos.
¿Dónde está entonces el verdadero problema de Point Break? En la falta de interés. Eliminado prácticamente del todo el elemento criminal y reduciendo las máscaras de expresidentes a una escena graciosa, uno se pregunta por qué es tan importante capturar a Bodhi y sus secuaces cuando se pasan la mitad de la película en fiestas de lujo y pagadas por un excéntrico millonario que tampoco se sabe muy bien qué pinta en la historia. Desde luego, la escusa sacada del deporte extremo acaba siendo algo ridícula, porque ni es clara ni está bien insertada en la historia más que para motivar unos diálogos que rozan lo sonrojante en algunas escenas. Y la falta de interés termina de coronarse con la ausencia total de carisma de los dos actores protagonistas, Luke Bracey y Edgar Ramírez, que vencen en ese poco honroso registro a Keanu Reeves y Patrick Swayze, actores limitados pero que al menos tenían una presencia en pantalla.
Pasando los minutos de Point Break, acercándonos a las dos horas, y viendo que Core no rueda mal las peligrosas pruebas físicas a las que se someten los protagonistas, uno se pregunta por qué no se vuelcan todos estos recursos en rodar documentales que muestren la espectacularidad del deporte extremo sin necesidad de insertar primeros planos que demuestren que hay un actor al que enseñar y prescindiendo de una historia banal e intrascendente que fracasa al tratar de hacer más grande la trama de Le llaman Bodhi. Y es que como glorificación de hazañas de este estilo es bastante pasable. Sus imágenes convencen en ese sentido. ¿Pero lo que hay alrededor? Sobra por completo. Sin diálogos, sin personajes y sin historia, Point Break encajaría perfectamente en ese apartado de los remakes innecesarios si es que realmente optamos por creer que hay películas innecesarias en vez de películas bien o mal hechas.
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