Decir que Quentin Tarantino es un director al que le gusta el exceso es una obviedad. Los odiosos ocho es la enésima demostración de ese gusto. Y es un exceso en todo. En el ritmo cinematográfico, lento sin motivo. En la duración, que en esta su octava película (así nos lo recuerda él mismo en los créditos, en un rasgo de egocentrismo que rara vez se ve en el cine contemporáneo) se acerca innecesariamente a las tres horas. En la violencia, que ya no sorprende porque él mismo se ha encargado de repetirla hasta la saciedad en todas sus películas. Y así, simplemente, Los odiosos ocho es el exceso por el exceso. Y son ocho odiosos, o eso dicen, pero podrían ser más. O menos. Da igual. De hecho, da la impresión de que a Tarantino le da igual y el número no es más que una confusión intencionada Todo forma parte de un juego en el que incide en el peso de unos diálogos que son más huecos de lo que parece y en el que sólo sobresale la brutal música del gran Ennio Morricone.
Más obviedades. Lo normal es que quienes gusten del cine de Tarantino se lo pasen en grande con Los odiosos ocho. No es difícil dado que casi todo lo que nos ofrece la película ya se ha visto en alguna película anterior del autor, desde la orgía final de violencia a esos larguísimos diálogos que son gustosas recreaciones en su misma (aparente) genialidad más que vehículos que conduzcan la historia a algún sitio. El arranque de la película, de hecho, forma parte de los excesos antes mencionados, exceso en esta ocasión para alargar el metraje y demostrar que la capacidad de síntesis es una virtud del Hollywood dorado que, hoy por hoy, se puede dar por perdida. Los odiosos ocho está planteada como una obra de teatro con un único escenario, pero Tarantino disfruta con un larguísimo prólogo que de hecho ocupa dos de los seis capítulos en los que se divide el filme, en los que el director se gusta rodando paisajes que sólo valen para que Morricone se luzca.
Lo que cuenta Tarantino en Los odiosos ocho da la impresión de que se podría haber contado en hora y media. Lo demás, efectivamente, es exceso. Es recrearse en un misterio que da igual, que no tiene trascendencia alguna. Es ahondar en esos diálogos que más que una marca autoral son ya una necesidad personal y no cinematográfica, es reiterar por reiterar, y es dejar que los actores hagan propios esos excesos que tanto gustan al director, y que se manifiestan en los gestos (los de Tim Roth, que toma el relevo a Cristoph Waltz en un claro arquetipo, los de Samuel L. Jackson siempre interpretándose a sí mismo) y en la violencia, especialmente la que se desata en los tres capítulos finales y que, de nuevo, como ya hizo en Django desencadenado, acerca el cine de Tarantino a un gore exagerado y sin sentido, que destroza por completo la atmósfera de western que, en realidad, la película no quiere tener.
Porque esto no es un western que contente a quienes añoren a John Ford en el cine contemporáneo. Ni tampoco es una película que sepa utilizar la violencia como sabía hacerlo Sam Peckinpah. Esto es puro Tarantino. Ni más, ni menos. Y dentro de esa categoría, que es la que más interesa a su autor, ni es la mejor ni es la peor de sus películas. Es una más, que pierde fuello por su inverosímil duración y que se alarga tanto que acaba perdiendo todo el interés, a pesar de la introducción ralentizada de sus personajes o de los golpes de efecto, muchos de ellos muy previsibles, con los que quiere sazonar la resolución. Pero Los odiosos ocho, como es puro Tarantino, encontrará mucho eco y veneración, algo que le ha sucedido siempre, desde que la interesante Reservoir Dogs le pusiera en el mapa. Para quienes no vemos su genialidad, es difícil de entender.
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