Cuando se coloca un interesado y tramposo subtítulo como La leyenda de Rocky a una película como Creed, el mensaje que se está transmitiendo es que el tiempo no perdona. O, incluso, que cualquier tiempo pasado fue mejor. No es del todo cierto, pero es evidente que Creed es, quiere ser, un remake encubierto del primer Rocky dándole el protagonismo al hijo de Apollo Creed, el primer rival del Potro Italiano, y dejando a Sylvester Stallone en un confortable rincón del ring, lo suficientemente importante como para que el espíritu de la película siga siendo el suyo pero también abriendo paso al futuro. El resultado es bastante mejor de lo que cabía esperar, pero desde luego está a años luz de Rocky. El tiempo no perdona, no, y muchas de las cuestiones que tocaba Rocky forman parte de un mundo mucho más ingenuo que el actual.
Aceptadas esas diferencias, lo primero que llama la atención de Creed es una duración a todas luces excesiva. Si Ryan Coogler hubiera sido capaz de recortarle 25 minutos, su película hubiera sido mucho más atractiva. Tiene demasiados tiempos muertos, demasiadas escenas que recurren al tópico o que en realidad no ayudan a que la historia avance, y alguna que otra trampa emocional bastante evidente. La sencillez de Rocky (que no simpleza, no confundamos) se pierde en la nebulosa del tiempo, en los nada menos que 40 años que han pasado desde el filme original de la serie, y se ve sustituida por un efectismo que no le sienta del todo bien y por momentos videocliperos que sobran, como el del nuevo Creed corriendo por las calles de Filadelfia, rodeado de moteros para emular aquel extraordinario momento del primer título de la serie.
Con los combates, Coogler demuestra que quiere hacer algo visualmente diferente dentro de una estructura ya conocida. Pero falla porque el clímax, la pelea final, el momento cumbre, aquel llamado a poner la piel de gallina (y que incluso quiere emular la magnífica música de Bill Conti para la película de 1976) es bastante inferior al primer combate que muestra, rodado como un plano secuencia del mismo interior del ring. Ahí sí se mantiene la esperanza de que la película haga algo diferente, y no lo hace Ver a Rocky es un placer, y precisamente por esa enorme cantidad de años en los que el boxeador ha aparecido en la pantalla hay que apreciar esta cinta como algo atractivo, un canto a la nostalgia de los que tanto gusta en Hollywood. Pero de ahí a que Sylvester Stallone, de repente, se convierta en un actor premiable, va a un trecho. Stallone es Stallone. Lo era en Rocky y lo es en Creed. La simpatía sigue ahí, pero ya.
El cambio de protagonista es un indicativo de que el tiempo de Rocky, por desgracia, ya ha pasado. Entre la nostalgia y el relevo generacional, el paso del testigo de manos de Stallone a las del personaje de Michael B. Jordan, un personaje exageradamente emocional para lo poco que en realidad se puede rascar de él, la cosa marcha relativamente bien. No hay un descalabro que se podía temer, aunque tampoco estamos ante una de las mejores entregas de la serie. El homenaje era probablemente tan necesario como inevitable, y por eso la cinta no termina de despegarse de un camino que la convierte en algo previsible. Incluso exagerada por momentos. Pero entretiene lo suyo, siendo fiel al legado de una serie muy longeva. No es poco. Podría haber sido mucho peor y sin embargo el resultado final deja un sabor de boca bastante aceptable.
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