Siempre es una buena noticia que una película sepa sortear los prejuicios más negativos que suscita en su concepción. El éxito televisivo de Isabel y Carlos, las dos series históricas de Televisión Española, es la razón de ser de La corona partida, nexo de unión entre ambas. Es fácil pensar que la producción no deja de ser más que una TV movie, o incluso un episodio alargado, para lograr una comercialidad que obviamente no ofrece la televisión pública. Y aunque el deseo de arañar algunos euros seguramente también esta detrás del proyecto, lo cierto es que estamos ante una solvente prolongación del producto televisivo, que no siempre consigue escapar a la pretensiones de la pequeña pantalla pero que que se mueve con bastante dignidad dentro de su limitada ambición. Desde luego, quien haya seguido las series saldrá satisfecho.
La pregunta es si estamos ante una película apta para públicos que no hayan visto Isabel ni Carlos. Visto el filme, la respuesta positiva es fácil de defender. Es verdad que se echa en falta algún tipo de introducción, muestra de que tampoco hay unas pretensiones demasiado elevadas (y que son dignas de un estudio sobre nuestros propios complejos: ¿por qué la riquísima historia de España no es capaz de servir de base a filmes épicos del estilo de Braveheart?), e incluso de un mayor respaldo explicativo a lo que está sucediendo en la pantalla, pero la acción fluye con bastante naturalidad gracias a los dos elementos que mejor funcionan en la película: su reparto y su diseño de producción. Desde ambos campos, hay un empeño bastante elocuente en hacer que la historia funcione, y las limitaciones narrativas y de dirección no coartan lo que se ve con bastante agrado.
Aunque el reciente Goya que ha ganado Irene Escolar hará que las miradas se posen en ella (de hecho, es el centro del cartel, aunque su papel durante muchos momentos de la película no es el central), es de justicia destacar la planta que tiene un buen Rodolfo Sancho, la aparición de José Coronado y, sobre todo, la sutil interpretación de Eusebio Poncelo, dando vida al Cardenal Cisneros, el hombre que maquina para sostener la delicada relación entre Fernando el Católico y Felipe el Hermoso (Raúl Mérida), pretendientes ambos al trono de Castilla tras la muerte de Isabel y, en realidad, mucho más protagonistas de esta película, que se puede apreciar como una correcta intriga palaciega y política que sabe explotar sus virtudes para que se vean menos sus defectos, como por ejemplo los largos planos que quieren demostrar la gran escala que no tiene o las persecuciones que no están a la altura de una producción más importante.
El aspecto de la película es, con diferencia, lo que más convence. La localización de escenarios y el cuidado detalle en el vestuario y en todo aquello que ha de transportarnos a comienzos del siglo XVI, es el apoyo básico del filme, que acaba convertido en una auténtica lección de Historia, esa riquísima historia de España de la que tan poco parecemos saber en realidad. Si Isabel, Carlos y ahora La corona partida sirven para alimentar ese interés y cimentar un cine histórico del que no solemos tener demasiadas muestras, bienvenidos sean. El ligero resquemor que queda es que precisamente por ese origen televisivo no estamos ante la película definitiva sobre el tema, con diferencia mucho mejor que aquella sorprendente, y no en el buen sentido, tentativa de Bigas Luna de mostrarnos a Juana la Loca. Pero, igualmente, ojalá esto permite empresas más ambiciosas. Y mientras esperamos espectáculos más gloriosos, La corona partida es un aperitivo aceptable.
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