A estas alturas ya es indudable que Michael Bay no va a cambiar su forma de hacer cine. Guste o no, y debe de gustar a bastante gente si sus películas siguen amasando montañas de dinero, esperar algo diferente es ya absurdo. Por eso, es fácil saber qué se puede esperar de 13 horas. Los soldados secretos de Bengasi, que no es más que otro alargado espectáculo de fuegos de artificio, patriotismo y personajes planos. Ni más, ni menos. Traducido, eso quiere decir que quien haya disfrutado con la forma de rodar de Bay en películas como Dos policías rebeldes, La roca, Pearl Harbor o Transformers lo más probable es que también disfrute con 13 horas. Quien esté cansado de esa manera de entender el cine, se puede dar por seguro que encontrará momentos de aburrimiento entre los numerosos disparos y explosiones que jalonan los larguísimos e innecesarios 144 minutos que dura este último trabajo de Bay.
Lo que está claro, y hasta se permite el lujo de dejarlo caer en uno de los diálogos de la película, es que Bay ha querido hacer su Black Hawk derribado. Y 13 horas se queda francamente lejos del filme de Ridley Scott, quien sí supo trazar un brutal retrato de la guerra moderna, emocionante y e intenso. Bay logra en algún que otro momento de su película sensaciones cercanas a las de ese clásico moderno del cine bélico, pero se pierde precisamente por meterse en jardines que no domina. Si hubiera rodado las 13 horas de las que habla el título, el asedio que vivió una base norteamericana en Libia por parte de los guerrilleros locales, la cosa habría mejorado. Y se habría recortado. Pero eso no comienza hasta los 45 minutos de película, y además a Bay le entran ínfulas de grandeza y quiere explorar la psicología de los personajes cuando son roles planos y repetitivos.
Sí se puede agradecer que el director haya aparcado la habitual vis cómica que suele introducir en sus películas y que aquí no sólo hubiera estado fuera de lugar sino que además habría arruinado por completo su tentativa de hacer una película realista. Pero no es suficiente, precisamente porque se le escapa la narración de la película en demasiados momentos. Si bien el escenario y la ambientación son notables, de largo de lo mejor del filme, la simpleza de los personajes, su escasa originalidad y lo mal insertados que están algunos de los momentos supuestamente más emotivos y personales de un reparto sin estrellas encabezado por John Krasinski y James Badge Dale, hace que esta tentativa de madurez se quede en el camino. Todo eso es lo que sobra en 13 horas, y sorprende que Bay incida en ello tantas veces. ¿Cuántas veces quiere justificar las emociones de los personajes en la familia que han dejado los soldados en Estados Unidos? Demasiadas.
El tema es que Michael Bay se sitúa más allá del bien y del mal. Se quiere, y probablemente se quiere demasiado, y eso le lleva a ofrecer en 13 horas un compendio de planos y recursos que ya ha mostrado en otras películas (calcar el plano cenital con la caída de una bomba que ya vimos en Pearl Harbor es la punta del iceberg). Pero como es verdad que hay gente que quiere su cine con tanta intensidad como él mismo, lo más normal es que la película funcione. Como quiere tocar la fibra sensible, la patriótica, la más norteamericana, es probable que convenza a mucha gente. Pero lo que nadie podrá negar es que 13 horas es Michael Bay en estado puro, eliminando únicamente los chistes que le ha dado hasta a robots transformables que quieren aniquilar la Tierra. Y como puro Michael Bay que es, como puro Michael Bay se le juzga.
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