Hay mucha diversión en Deadpool. Muchos diálogos ingeniosos, mucho de las características que el personaje tiene en el cómic, mucha violencia desatada y mucho ritmo en una película que va como un tiro. Pero al final, cuando se encienden las luces, uno se da cuenta de que la historia que envuelve esos desternillantes y muy brillantes momentos es muy poquita cosa y que, en realidad, la película se acerca muchísimo más de lo wue quisiera al cine de superhéroes que aparentemente se propone criticar. Lo más normal es que esto sea un síntoma de conservadurismo, una forma de rebajar el gamberrismo y las muchas muertes violentas que hay en su metraje y hacer que todo sea algo más aceptable. Pero eso mismo rebaja también el alcance de una película que invita a pasárselo muy, muy bien pero que destaca por detalles puntuales, no por su concepto ni por su historia. En otras palabras, no es tan gamberra como debiera haber sido pero convence lo suficiente.
La sensación que predomina es la de que si la película se ha hecho es por el empeño de Ryan Reynolds en borrar sus dos experiencias previas en el mundo del superhéroe, la más bien sosa Green Lantern y la debacle absoluta de este mismo Deadpool que se vio en X-Men orígenes: Lobezno. Quizá por eso la película se puso en manos del debutante Tim Miller, técnico de efectos visuales. Pero Miller, en todo caso, sale airoso del trance por dos cuestiones fundamentales. La primera es que sabe recuperar la esencia de Deadpool desde sus impresionantes créditos iniciales, la mejor manera de hacer entender que no estamos ante un enmascarado al uso, y la segunda porque sabe hacer funcionar al personaje a pesar de que no es exactamente un héroe, ni siquiera un antihéroe. Deadpool es inclasificable antes y después de ver la película, y eso es exactamente lo que necesitaba el personaje, al que Reynolds sabe darle el tono adecuado más con su voz que su presencia.
Y es que ahí es donde se esconde la flaqueza de Deadpool. Nunca es necesario ver tanto tiempo en pantalla a un actor cuando su personaje es un enmascarado al que en realidad no tendríamos que ver nunca. Por mostrarle, la película acaba cayendo en los tópicos del género de los que en realidad le apetece tanto reírse (y de hecho se ríe). Como todo el origen de Deadpool se narra como un flashback en el tramo central del filme, es ahí donde se concentra el bajón más evidente en el ritmo y en la historia. Y no precisamente por los actores, correctos Reynolds y Morena Baccarin, sino porque ahí lo convencional se apodera de la película. Y eso, con el nivel de irreverencia mostrado hasta ese momento, supone un golpe al propósito del filme y a la diversión que proporciona en su primer y tercer acto, en el que también es reprochable la corrección que hay por un lado y la poca épica que logra el villano de la función, también entre lo más flojo de la cinta.
Deadpool pasa el corte con relativa facilidad y porque sus mejores puntos son francamente buenos, pero es difícil no entender el resultado final como una mezcla entre lo que tendría que haber sido, lo que le habría gustado a director y actor protagonista que hubiera resultado y lo que el estudio ha permitido hacer. Así que en realidad lo mejor para disfrutar con la propuesta es entender Deadpool como un divertimento irreverente con picos de intensidad muy variables, que logra lo mejor cuando el protagonista se carga la cuarta pared y se pone a hablar con el público y que baja bastante cuando adopta lo más convencional del cine del que se tendría que haber separado. Es de suponer que a Fox le seducía la idea de acercar Deadpool a su franquicia de los X-Men, y de ahí parte de la historia y del tono, pero en el fondo deben saber que no es lo que más le convenía a esta expansión de ese universo. Convence pero no enamora.
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