El sueño americano es la base de incontables historias de ficción, y es un arquetipo que sigue funcionando francamente bien. Brooklyn es otro ejemplo más. Es la historia de una chica irlandesa que, viendo el poco futuro que tiene en el pequeño pueblo en el que vive, trabajando unas pocas horas en la tienda de una avara y desagradable mujer, decide emprender el camino al Nuevo Mundo, donde su vida cambiará por completo. John Crowley, director de escaso y poco popular bagaje hasta la fecha a pesar de que ha tenido repartos con nombres de lo más interesante, firma una película modélica, una de esas historias bonitas de ver, emocionantes de sentir y que dejan una impecable sensación de buen cine cuando acaban no sólo por su estilo clásico sino también por el espléndido perfilado de cada personaje y por su agradable sentido del humor.
Brooklyn deja, no obstante, una sensación curiosa, y es que durante muchos momentos parece mucho más apasionante lo que rodea a Eilis, la chica interpretada con muchísimo acierto por una impecable Saoirse Ronan, que la propia protagonista del filme. Sucede en la primera mitad larga, la expresión clara de ese sueño americano que motiva la película, su adaptación a la ciudad de Nueva York, cuando sobresale primero ese cónclave de jovencitas que viven de alquiler en la casa de la señora Kehoe (una encantadora y muy divertida Julie Walters) durante unas escenas en la mesa que son, de largo, lo mejor de la película; después, con el entorno laboral en el que trabaja en Nueva York; también con la presencia de Jim Broadbent, dando vida al cura que ayuda a esta joven en Estados Unidos; y finalmente con la aparición de Emory Cohen, tan brillante como sincera.
Es en la segunda mitad del filme, cuando las circunstancias obligan a que esa nueva vida tenga que cambiar de nuevo, cuando la película se centra ya definitivamente en Eilis. Y ese fragmento, siendo también más que estimulante, lo cierto es que supone un ligero bajón en el filme. Quizá sorprende porque los toques de comedia realista desaparecen casi de golpe. O quizá sea justo lo anteriormente mencionado, que todo lo que da brillo y lustre a la vida de Eilis queda algo aparcado por razones obvias y que no procede desvelar para no arruinar los giros del filme. La diferencia entre un escenario y otro del filme no empaña la sinceridad, la nobleza y la categoría que encierra Brooklyn, y que encuentra un fantástico final que confirma que, efectivamente, lo que narra ese relato, basado en la novela de Colm Toibin y adaptado por Nick Hornby, es que el sueño americano es real.
Brooklyn basa su fuerza en sus espléndidas interpretaciones y en una magnífica ambientación. Entre ambos aspectos, es francamente fácil sentirse atrapado en la vida, los sueños y los anhelos de esta jovencita irlandesa. Puede parecer poca cosa, algo muy modesto para encandilar de una manera tan absoluta, pero la dirección de Crowley, que siempre parece saber en qué personaje se tiene que centrar para que las sensaciones funcionen. Y de esta manera, Eilis se convierte en alguien tan cercano que, en realidad, el final de la película no impide al espectador seguir acompañándola un rato más. Eilis se queda en la memoria. Como Tony, ese joven italiano que aspira a su corazón y que casi convierte la película en una entrañable versión realista de La dama y el vagabundo. Brooklyn, en su sencillez, es deliciosa. Y eso, que parece fácil de conseguir, es en realidad una cualidad a valorar con firmeza.
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