Habiendo tantos y tantos actores que fuerzan el gesto, la voz y los diálogos, ver lo que hacen Morgan Freeman y Diane Keaton en Ático sin ascensor sirve para reconciliarnos con la esencia de la actuación. Lo que ellos consiguen en la pantalla es que la naturalidad sea su arma, su forma de convencernos de que quienes protagonizan la película son personas de carne y hueso, de que sus problemas son reales, de que sus diálogos nace de toda una vida en común. Son dos auténticos monstruos, y lo son precisamente en ese terreno. Luego Morgan Freeman podrá encajar en el cine de acción de gran estudio y Diane Keaton en las comedias más desenfadadas, pero en lo que son maestros es en esto. Sin ellos, Ático sin ascensor se podría descoser con cierta facilidad. Parte de una anécdota muy pequeña como para perdurar, una pareja que pone en venta su piso, y tiene algunos problemas narrativos bastante palpables, ¿pero a quién le importa cuando Freeman y Keaton tienen tanto que ofrecer juntos?
Estos dos veteranos intérpretes forman una extraordinaria pareja en la pantalla, y no sólo por la mezcla racial, algo que importará más en Estados Unidos que aquí, y que apenas tiene una pincelada argumental en la película. Es verlos por primera vez y ya se tiene la sensación de que son un matrimonio que lleva unido cuatro décadas. Y es escucharles y se palpa esa naturalidad, esa sencillez que invita a pensar que no tienen un guión entre las manos y, simplemente, están dando vida a sus personajes. Eso, que así escrito parece tan fácil, es algo que no saben hacer o por lo menos no dominan la gran mayoría de los actores. Llegar hasta ese punto es lo que lleva a un actor a tener el convencimiento de que puede hacer cualquier cosa en una película. Ático sin ascensor es una película amable, pero Freeman y Keaton hacen que sus personajes sean mucho más profundos que la misma película de la que forman parte. Puede parecer un trabajo menor, pero es sencillamente admirable lo que han hecho para el filme de Richard Loncraine.
El director, y hace francamente bien viendo el resultado, se deja llevar por ellos y no se mete en ningún lío. Sí que es verdad que la película, analizada sin el trabajo de sus actores, se puede quedar en poca cosa. Es divertida cuando debe serlo y no está mal llevada, pero a cambio promete alguna que otra cosa que no termina de ofrecer. Por ejemplo, el uso de los flashbacks, que en todo momento parece indicar que hay algo más en el terreno narrativo, se acaba revelando como algo aleatorio. O la narración en off del personaje de Freeman, que acaba teniendo el mismo problema. Esos dos recursos no sirven más que para una satisfacción momentánea y para alargar la película, pero en realidad no adquieren un sentido argumental suficiente. También esa historia paralela que nada tiene que ver con la pareja protagonista y que se sigue a través de la televisión, con un desarrollo que sí engancha pero una resolución que sabe a poco.
En realidad, esa es la sensación que va dejando la película. Amable, bonita, incluso emocionante, a ratos muy divertida cuando se asoma al fascinante mundo de las relaciones humanas que se establecen con desconocidos en un momento de necesidad (la jornada de puertas abiertas para vender el ático), pero que al final se ve sin más reflexión o conclusión por parte de Loncraine. La película no cierra casi nada, simplemente se deja llevar. Quizá le hacía falta algún minuto más de esos 92 que emplea para dejar una sensación más cohesionada, o quizá simplemente es que ahí está todo lo que el director tenía que mostrar. Pero lo que está claro es que hay algo que chirría. Y eso, por supuesto, no está en el formidable trabajo de Freeman y Keaton, que sí han sabido llenar los huecos que deja la película para que sus personajes sean mucho más completos que la historia de la que forman parte. Pero, con todo, es una película que, sin mayor ambición, se ve con enorme agrado.
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