En una de esas frases casi proféticas, el protagonista de esta saga fantástico-juvenil de El corredor del laberinto, la enésima de esta clase y condición, proclama: "¡estoy cansado de correr!". Y esa es justo la sensación que deja esta segunda parte, Las pruebas. En realidad, es la misma que dejó la primera. Idéntica. Sin cambios, sin identidad y sin personalidad. Así es como se construyen estas sagas en nuestros días, acumulando escenas, sumando minutos (¡131 esta segunda película!) y en realidad sin contar gran cosa, sin que los personajes muestren una evolución o características individuales e intrasferibles. Como ya se podría haber asegurado después de la película original, esas iban a ser las constantes de esta primera secuela. Y después de verla, se confirma. Forma parte de un modelo de hacer cine que acumula estrenos para multiplicar beneficios. Obviamente funciona, porque la gente paga entradas por verlo, pero el resultado cinematográfico es pobre ya desde su concepción.
El gran problema no es ya que la historia enganche o no, sino que hay tal desgana a la hora de hacerla coherente que resulta imposible seguir lo que sucede sin pensar en las inmensas incongruencias que hay en el filme. Las hay en cuanto a la continuidad de la película, las que podrían afectar a esta tanto como a cualquier otra, pero también las hay en las normas de este universo creado a partir de las novelas de James Dashner. Y cuando no existe un plan, más allá de ir llevando a los personajes corriendo (literalmente) de un lado a otro, a veces incluso sin resolver satisfactoriamente escenas de acción que aparecen cortadas sin más para pasar a la siguiente, la tarea de aceptar lo que sucede en la pantalla es sencillamente titánica. Con una exigencia muy baja, y ojo, eso no es necesariamente malo porque es un cine que tiene un público, es verdad que el enorme movimiento y la espectacularidad de los escenarios puede valer, pero es una pena ver tantos recursos empleados en tan escaso empeño.
Porque, y hay que decirlo claramente, El corredor del laberinto podría haberse hecho bien. ¿Pero para qué, si ya se asume que va a vender las suficientes entradas como para ser rentable? Esa sensación se tiene en tantas y tantas escenas de la película, desde la lamentable vigilancia de la sala más supersecreto de la instalación en la que casi arranca el filme hasta la aparición de la nada de una tormenta, pasando por la trampa más patética que se haya podido montar jamás si lo que se pretende es que los prisioneros no se escapen. Hay tantas cosas que provocan perplejidad que, hay que insistir en ello, la credibilidad se desmorona por sí sola. Luego ya podríamos entrar en el hecho de que hace unas dos horas y media de película que hemos abandonado el laberinto y todavía no sabemos para qué servía (ni importa), o el hecho de que todos los personajes, incluso cuando creen que nadie les ve, hablan en clave, como para mantener un secreto que, en realidad, no tiene trascendencia alguna.
Después de pasar por Las pruebas (¿a qué pruebas se refiere el título, si no hay ninguna en el filme?), la sensación es la de que no ha pasado nada. Los protagonistas, un puñado de chavales jóvenes a los que se suman algunas estrellas de segundo nivel televisivo (Juego de tronos es una cantera formidable), han corrido mucho, han cambiado de escenario, se han sumado a otros personajes. ¿Pero ha avanzado la historia? Nada. Y eso demuestra lo inane que es alargar tanto estas sagas en lugar de reconstruirlas pensando en las posibilidades que ofrece el cine, algo que no se hace en la industria contemporánea. Por eso estas películas están tan lejos de los clásicos de fantasía y ciencia ficción de los años 80, cuando sí nacían clásicos. Lo único verdaderamente digno de El corredor del laberinto es que, en contra de la actual moda de estas sagas, no va a prolongar todavía más innecesariamente la agónica acumulación de escenas inconsecuentes en una película final dividida en dos. Sólo queda una. Menos mal.
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