La duda que plantea una película como El desafío, título tan genérico con el que se ha bautizado en España The Walk, es si se puede sostener durante dos horas. La película trata de Philippe Petit, un tipo que se planteó caminar entre un cable lanzado entre las dos Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York, una actividad ilegal y que nadie había hecho nunca. Esa duda se disipa casi desde el principio, cuando Robert Zemeckis concede la narración de su odisea a su protagonista, sensacionalmente interpretado por Joseph Gordon-Levitt, subido a lo alto de la Estatua de la Libertad. Pero lo que no está en los planes es que lo más flojo de El desafío esté, precisamente, en algunos aspectos de ese desafío, en su clímax, cuando la espectacularidad visual tiene que redoblarse y, en realidad, se encoge. No porque no acierte Zemeckis, sino porque el IMAX, el 3D y los efectos visuales flaquean y dejan en manos de la ilusión del espectador buena parte de la fuerza de la escena.
En este punto, conviene distinguir entre cine y la magia del cine. Cine hay mucho en The Walk, porque Zemeckis es un tipo hábil y un muy buen director. La historia de Petit viene a ser una suerte de Forrest Gump focalizada en el mundo del funambulismo, en un sueño personal más que en el de un país como era la de aquel filme protagonizado por Tom Hnaks, y en la devoción por Nueva York más que por Estados Unidos. Zemeckis engancha por la forma y por el fondo, porque sabe manejar francamente bien este tipo de historias más grandes que la vida. La magia del cine, la que Zemeckis siempre ha sabido usar con maestría, es la de los efectos visuales. Y ahí es donde hay dudas. Pone la piel de gallina con una facilidad inmensa con la recreación de las Torres Gemelas, también con la elección del punto de vista y del movimiento de su cámara, pero la imagen falla porque su realismo no alcanza el de los sueños que provoca la historia y la misma idea de Nueva York.
Puede ser que eso sea un detalle menor, y en absoluto quiere decir que rompa el clímax emocional de la historia, pero exige un salto de fe muy similar al del propio Petit cuando coloca los dos pies sobre la delgada pasarela que le lleva a su triunfo personal. Son las Torres Gemelas. Es Nueva York. Es ese paseo por el cielo. Es un sueño, un camino para hacerlo realidad de esos que siempre son fascinantes en el cine. Pero en algunos momentos da la impresión de que el cariño que el espectador sienta por la historia y por el escenario hace tanto como la imagen del filme. Y eso sucede sólo por lo visual, por las dudas, por un realismo que, por desgracia para Zemeckis, no alcanza el grado absoluto que habría necesitado la película, y no sólo en el clímax. En todo lo demás, la película es espléndida, empezando por su reparto, cuyo enorme esfuerzo de locución exige verla en versión original, no sólo por el acento francés de Gordon-Levit sino por el sensacional trabajo de Ben Kingsley.
Quizá las dudas visuales que plantea el filme no se tendrían que tener tan en cuenta si su director no fuera Robert Zemeckis, un autor que siempre ha destacado por su exquisito uso de la tecnología para narrar historias. Y quizá no sean para tanto desde el punto de vista de la mayor parte de los espectadores de The Walk. Pero estando tan cerca del cielo, en una secuencia extensa y maravillosamente planificada, recreación definitiva de un sueño imposible y preludio de un epílogo hermoso y emocional como pocos (aunque exija un cariño por Nueva York y por este símbolo desaparecido que igual no todo el mundo tiene), es una pena no haber llegado a cruzar ese umbra por el que Zemeckis ya nos ha llevado más de una vez. No minimiza eso el impacto de la película, pero es su punto débil. Precisamente en lo que tenía que ser su punto fuerte.
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