A Oliver Stone se le pueden reprochar muchas cosas, pero nunca que no haya sido un tipo atrevido. Incluso ahora que parece mostrar una mesura que no siempre ha tenido, la elección de los temas de sus cintas es siempre llamativa e interesante. Su cine, por muy criticable que pueda llegar a ser, es necesario. Snowden es necesaria. Puede que si saliéramos a la calle y preguntáramos qué hizo exactamente Ed Snowden para convertirse en una celebridad, mucha gente no sabría responder con precisión. Snowden, la película, da respuestas precisas y accesibles, herramientas para un debate que se vive dentro y fuera de la película. Lo hace, por supuesto, bajo el marco de una estructura previsible, en la que se sabe cómo va a comenzar y finalizar la película, en la que incluso se pierde alguna oportunidad que un Oliver Stone hace algunos años no habría dejado escapar, pero el resultado final es tan sólido como entretenido.
La clave está en que hay un buen equilibrio entre las dos mitades del filme, las dos comandadas por un soberbio Joseph Gordon-Levitt, que demuestra una vez más que no sólo es un espléndido actor sino que tiene un dominio de la voz y de los acentos que justifica por sí solo la necesidad de ver la película en versión original. Por un lado, la entrevista, la confesión de Snowden a un reducido grupo de periodistas y las maquinaciones sobre cómo hacer públicos los secretos de la administración norteamericana que ha robado. Por otro, el periplo del propio Snowden, como pasa de ser militar a un genio informático para diversas organizaciones gubernamentales. Lo primero tiene momentos de pura fascinación, quizá los mejores de la película. Lo segundo, la evolución del personaje y el debate entre libertad y seguridad que viene protagonizando la agenda política mundial desde el 11-S. Y ambas se conjuntan bien. Por peso y por narrativa.
Es evidente que hay un componente heroico y glorificador en la forma en la que Stone retrata a Snowden, uno que se ve sobre todo en el epílogo de la película, pero no es algo incisivo ni tergiversado. Stone muestra a un hombre con dudas. Muy humano en ese sentido, y por eso no chirría en absoluto que los tecnicismos informáticos se vayan entremezclando con su vida personal, con la presencia de Shailene Woodley, una actriz que comienza aquí a recuperar algo del terreno perdido con su trabajo en la serie Divergente. Tan humano que la relación que este Snowden entabla con cada personaje es fundamental para entender todo el cuadro. La camaradería con algún compañero de agencia, la confianza absoluta en el trío de periodistas que forman con un empaque tremendo Melissa Leo, Zachary Quinto y Tom Wilkinson, y sobre todo la brutal contraposición ideológica con el personaje de Rhys Ifans que se plasma en una enorme pantalla en una memorable secuencia, quizá la mejor de la película, metáfora absoluta de la vigilancia que se denuncia.
Más allá de su estupendo reparto y de su más que correcta construcción siguiendo el manual del biopic, Snowden destaca porque sabe cómo hacer accesible un tema que ni siquiera los medios de comunicación han sabido tratar adecuadamente. El riesgo de perder al espectador en tecnicismos, nombres y agencias siempre está ahí, pero Stone, coautor también del guión y experto en el tema tras haber conocido también al propio Snowden en persona, lo sortea con habilidad. Tiene ya muchos años de cine controvertido a sus espaldas como para no saber que en el debate ideológico es imprescindible no aturullar al espectador. Por eso su cine, mejor o peor, sigue siendo necesario. Por eso personajes como Snowden y temas como la libertad y la vigilancia gubernamental siempre van a ser la base de películas que, al menos, ofrezcan algo interesante al espectador. Esta, desde luego, lo hace, y lo consigue en un formato igualmente entretenido que incluso aguanta bastante bien una duración de más de dos horas.
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