Justo antes de que comience el pase de Ozzy, se nos advierte que el Alberto Rodríguez que dirige este filme de animación no es el Alberto Rodríguez de La isla mínima. Más allá de que fuera algo que ya quedaba claro por temática y técnica de la cinta, queda meridianamente claro al ir viendo este desastre perruno, un asombroso intento de llevar el género carcelario al cine de animales simpáticos y parlantes. La premisa, ya alocada hasta un grado extremo, se va viendo desinflada por varios motivos. El esencial, al menos para quien esto suscribe, es de concepto. Plantear una película como vehículo de product placement de artículos para perros o para unos cameos de personajes que bien pueden generar división entre los adultos que pasen por esta experiencia o que bien son personajes de Atresmedia, productora del filme, es algo que me genera pocas simpatías. Dará dinero y publicidad, sin duda, pero hace que la película sea lo de menos. Pero es que esa es la realidad. La película no importa demasiado.
Esa es la conclusión a la que se va llegando, tristemente, con el paso de unos 90 minutos que se hacen eternos. El problema no está en lo alocado de la historia (¿en serio el villano esclaviza perros en una prisión clandestina que disfraza de balneario de lujo... para fabricar frisbees?), porque si los autores creen en ella y van a muerte hasta el final, incluso desde la incomprensión se les puede defender. El problema es que la película es pobre en lo cinematográfico y en lo técnico. La animación que tiene es, por momentos, asombrosamente deficiente. No ya por la factura previa, que parece mucho más televisiva que cinematográfica, dicho esto con el sentido peyorativo más evidente que se pueda entender, sino porque se contenta con movimientos falseados, con escenas de masas sin movimiento alguno, con animaciones que parecen sacadas de un videojuego de hace unos cuantos años, y porque todo va decayendo desde la secuencia del prólogo, la única que parece funcionar en este sentido.
Pero como por el camino vamos a escuchar al omnipresente y ya más que quemado Dani Rovira, al ya habitual José Mota o los cameos de personajes como Fernando Tejero, Manolo Lama, Maldini o Matias Prats, eso debe de ser suficiente para contentarnos. Pero en realidad eso sólo sirve para darnos cuenta de que hay un esfuerzo mayor en esta parte de la promoción, la de los dobladores e invitados, que en la de crear una historia decente y bien hecha. Y a saber si eso es cosa del presupuesto, de los medios, de que se trata de una coproducción o de que ha habido muchas prisas para estrenar la película antes de que acabe el año y así optar a una nominación a los Goya, que es bastante probable que le caiga por la escasa producción animada que se hace en nuestro país. Pero el resultado final es tan imposible de sostener en algunos momentos que la causa da igual. El estreno en cines de Ozzy es bastante difícil de defender, y la muestra más evidente es la escena que se produce en el velódromo, con una animación escasísima y que se carga todas las pretensiones que pudiera tener en el guión.
Ozzy podrá contentar a los más pequeños, a los niños a los que simplemente le haga gracia ver el contraste entre perros de diferente tamaño perpetrando trastadas de todos los colores. Pero eso es una cortina de humo facilona, porque Ozzy no ofrece nada más. Bueno, se pasa hora y media ofreciendo cosas, pero ninguna que merezca realmente la pena. Salvando el prólogo, que debió de gustar tanto a sus responsables que, como es un flashback, después se repite íntegramente cuando llega el momento, el resto causa asombro pero por su pobreza, por su falta de imaginación y por recurrir a las maneras más pobres para salir del paso. Escuchar a los dobladores ladrando en lugar de recurrir a bancos de datos de ladridos es la gota que colma el vaso para que Ozzy acabe siendo una muy mala experiencia. La película, efectivamente, no importa, porque podemos venderla con los coloridos diseños y con la promoción de Rovira y compañía. Así no.
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