"Suele suceder". De esta manera tan gráfica define uno de los protagonistas de Inferno el mayor giro argumental que hay en la película, tercera en la serie de adaptaciones de las novelas de Dan Brown (Sony se ha saltado el tercero de los libros, El símbolo perdido, en favor del cuarto) tras El código Da Vinci y Ángeles y Demonios. Y es verdad. Suele suceder. Casi todo lo que sucede en Inferno suele suceder porque, obviamente, estamos ante un producto predecible. Abandonando el tono de thriller palaciego (vaticano, en realidad) que tenía Ángeles y demonios, Inferno apuesta decididamente por repetir la apuesta de El código Da Vinci, con material a medio camino entre el arte y la religión, con una tenue preocupación social contemporánea como telón de fondo y una fórmula cuyos signos de agotamiento se ven claramente en el rostro de un Tom Hanks que ya parecía algo mayor para interpretar a Robert Langdon hace diez años y que ahora siente con creces el paso del tiempo.
Y el caso es que Inferno no va a defraudar a quien haya disfrutado de las dos anteriores películas, sobre todo la primera, porque sus parámetros son idénticos. Un misterio por resolver, pistas casi de colegial desperdigadas en los sitios más insospechados, un uso absolutamente inverosímil de escenarios y piezas de arte que de ninguna manera podrían ser tan accesibles (de comedia involuntaria se puede tachar la escena de la máscara de Dante vista a través de las cámaras de vigilancia) y una colección de lugares extraordinarios para rodar, potenciados con bellísimos planos aéreos. Y sobre todo, mucha ingenuidad por parte del espectador. Esa es la única manera de aceptar el juego. Ron Howard, que a pesar de estas concesiones a la industria es un tipo hábil, lo sabe, y por eso apuesta por un efectismo visual inicial que permita entrar en la historia de otra manera, con un golpe de efecto para abrir el relato y muchas imágenes a medio camino entre el sueño y la alucinación.
De esta manera se marcan las distancias con lo anterior. Si antes Langdon era quien llevaba la voz cantante, ahora es el impedimento para que todas las piezas cuadren desde el principio. Una conveniente amnesia quiere ocultar pistas y elementos, pero en realidad todo es bastante obvio. O casi todo, porque a la película se le llega a olvidar un personaje al que no da una resolución e incluso se sumerge en las habituales lagunas que exigen esa complicidad forzosa del espectador. Ese rasgo de originalidad con respecto a la estructura del primer libro y la introducción del personaje de Felicity Jones (en realidad, nada demasiado alejado inicialmente del que interpretó Audrey Tautou en El código Da Vinci) y el alto ritmo que tiene la película es lo que hace que sus 127 minutos se vean con cierto agrado. Sin pasión, sin pensar demasiado, pero con cierto agrado. La fórmula funciona si no se le dan demasiadas vueltas.
Si se le dan, no obstante, tenemos un problema porque estamos ante el clásico castillo de naipes, sustentado con mucho esfuerzo y vulnerable a cualquier soplo. Eso, en realidad, es algo que se sabe de antemano. Es lo que se pide al otro lado de la pantalla, fe en que Langdon y Hanks nos van a conducir por una aventura correcta. Pero el caso es que el actor no tiene ya tanto interés en el personaje como quizá debiera. Y por eso siempre parece más metida en la película Jones, o incluso un Ben Foster que casi parece desaprovechado, porque es quien conduce a los derroteros que resultan más interesantes con sus lecciones sobre el ominoso futuro de la humanidad y sus radicales ideas para impedir su destrucción. Pero eso no es lo que le interesa a los responsables de Inferno. Es, como sus maravillosos escenarios reales, una excusa para montar una historia, en realidad un juego de traiciones y lealtades cambiantes, de carreras y de salvamentos en el último segundo. Nada nuevo. Y sí, suele suceder así.
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