Si al finalizar una proyección, incluso sabiendo lo que uno
va a ver, se termina con la sensación de haber sido entretenido e incluso
sorprendido, pocas pegas se le pueden poner a una película. Sing Street, el
nuevo filme de John Carney responde perfectamente a esas expectativas con un relato
sencillo, amable y musical, pero sobre todo honesto, en el que, sin tirar
abiertamente de la autobiografía como lo había hecho en Once, antes de la deliciosa Begin
Again, Carney conecta con el espectador con la misma facilidad. No es la
nostalgia, no es la música, no es el siempre eficaz escenario anglosajón
económicamente deprimido con el que directores como Ken Loach han hecho
maravillas. Es todo es, porque todo funciona a la perfección, y a la vez es su mezcla, la que invita a reír, llorar y
emocionarse como si todos hubiéramos estado alguna vez en la piel de Conor, el
joven protagonista al que da vida Ferdia Walsh-Peelo.
Con ese reparto integrado esencialmente por chavales desconocidos pero tremendamente simpáticos y en el que la cara más conocida es la de Aidan Gilen, al que muchos relacionarán directamente con Juego de tronos, Sing Street no deja de tener el envoltorio cotidiano de la
comedia romántica, aunque su combinación con una historia de adolescencia y el
brutal componente musical hacen que nada deje esa sensación de déjà vu que
tanto daño le podría haber hecho a la película. Nunca se llega a anticipar lo
que va a suceder, y aunque lo importante de Sing Street no es necesariamente su
final, poético y magnifico, probablemente un no buscado homenaje en sí mismo a
varios títulos destacados del cine de los 80 y 90, Carney nos prepara de una
manera admirable para cualquier desenlace. Esa es una de las claves por las que
la cinta funciona tan bien, porque escapa de lo previsible y se asoma a lo
cotidiano, lo cercano, lo que cualquier puede identificar como propio.
La clave, en todo caso, está en la mezcla entre la historia, la música y la nostalgia. La historia, correcta, en muchos casos brillante, permite el lucimiento del relato y del propio Carney a la hora de escribir los diálogos, divertidos y dramáticos cuando la película lo pide. La música es, en sí misma, un delicioso homenaje a los años 80, con temas de A-ha, Duran Duran o The Cure, y es lo que permite que la película vaya teniendo una estética visual cambiante, según cada grupo va influenciando a la joven banda cuyas andanzas sigue el filme. Y la nostalgia que ofrece la película, a diferencia de lo que muchas veces, no se limita al guiño, no es sólo mostrar algo de los años 80 y esperar que el espectador haga la conexión, sino que Carney hace que cada elemento nostálgico tenga una importancia en la historia, cerrando así un círculo que los actores y propio director interpretan a la perfección. El mejor ejemplo, la forma en la que Carney nos presenta a la encantadora Lucy Boynton, la chica del clásico momento de chico conoce a chica que impulsa la película.
Y así, Sing Street consolida a Carney como un tipo capaz de emocionar con historias en realidad muy diversas pero que tiene una base muy parecida: experiencias fácilmente asimilables por la propia vida del espectador, el amor y la música. Se agradece el cambio de escenario con respecto a Begin Again y mucho más teniendo en cuenta el salto a los años 80 y a una zona deprimida, lo que añade incluso un toque más de apego a la historia, personal para el director irlandés, que así vuelve al escenario de Once, y emocional para quien vea la película con los ojos que requiere, los de cualquiera que sienta pasión por cualquiera de esos tres elementos clave de la historia: el amor, la música y la vida. Parece difícil resistirse al menos a alguno de los tres. Si son todos ellos los que convencen, no hay ni que decir que la experiencia que propone Sing Street es simplemente maravillosa, de esas que quizá pasen algo desapercibidas por su aparente modestia pero que en realidad se gana un sitio en la memoria de una manera tan honesta que merece cuantos más aplausos mejor.
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