La imparable oleada de remakes tiene un punto de valentía
que no siempre recibe el reconocimiento que probablemente merece. No estamos
hablando de méritos cinematográficos, al menos en la mayor parte de los casos,
pero sí hay que ser muy osado para ponerse al frente de una película cuyo
titulo va a evocar tantas cosas generalmente positivas a millones de
espectadores en todo el mundo. Osado o inconsciente, pero el atrevimiento es un
hecho. Ben-Hur, la mítica cinta dirigida por
William Wyler y protagonizada por Charlton Heston, es un ejemplo perfecto. La
película por excelencia de la historia de los Oscar, la de romanos perfecta, la
película que todas las semanas santas vemos en televisión. Esa es la que retoma
Timur Bekmambetov. ¿Pero de qué sirve la osadía de afrontar un remake de Ben-Hur si se va a coronar con semejante cobardía
argumental? ¿Cómo es posible que lo que quiere ser un retrato realista de la
novela de Lewis Wallace acabe convertido en su final en algo tan inane e
intrascendente? Es una osadía baldía, y duele siendo Ben-Hur.
No es el único problema de la cinta, ya mal planteada desde
su título en pantalla con ese Ben-Hur
(2016), y eso es lo malo, pero hay que reconocer que su visionado
no se hace pesado ni lastimoso. Es, simplemente, que hay algo a lo que no
va a alcanzar por mucho que lo sueñe. Es evidente que este Ben-Hur va a estar por debajo de la cinta de Wyler,
que a su vez era un remake de la que hizo Fred Niblo en 1926. Y es que el cine
de romanos de antes era el cine de romanos sin más, y casi todo intento moderno
de actualizar el género, excepción hecha de la magnifica Gladiator, ha tropezado con la misma
piedra, la falta de carisma. No hay ni que decir que Charlton Heston y Stephen
Boyd son y van a ser para siempre Ben-Hur y Messala. Jack Huston y Toby Kebell
no consiguen acercarse a ellos, por mucho que este remozado Ben-Hur ceda buena
parte de su protagonismo a Messala para que esto casi parezca un Batman v Superman en Jerusalen que, curiosamente, acaba con
una blandenguería análoga a la que Zack Snyder coronó el enfrentamiento entre
los dos superhéroes de DC.
Y eso que hay que reconocer que Bekmanbetov, a pesar de que
los primeros compases de la película invitan a pensar en la peor, contiene sus
ansias de rodar una película de romanos como si fuera la una tergiversación tan
triste como la de Abraham Lincoln. Cazador de vampiros. De hecho, incluso se
agradece que no haya intentado fotocopiar el Ben-Hur que ya conocemos, que
contenga la acción de la batalla en las galeras al punto de vista de ese
encierro de los esclavos o incluso que convierta la carrera de cuadrigas en el
clímax de la película. Faltan cosas que el aficionado más clásico echará en
falta y que ayudan a construir el personaje de Judá Ben-Hur, aquí más
desdibujado que nunca, pero al menos busca contar la historia de una manera
diferente. Ahora bien, eso no carta blanca para deslucir a personajes que
muchos espectadores ya conocen. Y eso es lo que le pasa a Ben-Hur. A Messala se
le sobreactúa, a Judá se le ningunea. Y la inclusión de Jesucristo distrae
demasiado sin aportar realmente gran cosa.
Así que al final lo que queda es un curioso batiburrillo en
el que lo que destaca, como cabía esperar, es la carrera de cuadrigas. Ahí,
incluso aunque hay algún exceso visual que Bekmambetov bien se podría haber
ahorrado, sí se logra la emoción que se busca en la película, aunque llegue
tras la aparición en la película de un Morgan Freeman que parece más aburrido y
desubicado que nunca. La carrera sí convence, pero quizá llega demasiado tarde
como para que la película remonte y, por desgracia, queda minimizada por el
epílogo de la película, a todas luces incomprensible teniendo en cuenta el tono
y las motivaciones que estaba adoptando la película hasta ese momento. El
simple hecho de que sea Ben-Hur ya hará que mucha gente vea la película. Y
quizá quienes no hayan visto la de Wyler y Heston (haceos un favor, y ponedla,
por muy larga que os parezca a priori para aprender cómo se hacía cine de
verdad) le den un aprobado. Podría haberlo alcanzado de no mediar esa cobardía
final, pero esa forma de resolver un enfrentamiento planteado en términos tan
duros no tiene ningún sentido y desequilibra el conjunto. Una pena.
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