Asumiendo que los niños se lo pueden pasar en grande con El viaje de Arlo, es difícil no ver el filme como algo desconcertante en la filmografía de Pixar. Más aún después de la genialidad de Inside Out, que hace que estemos ante el primer año en el que llegan a estrenarse dos filmes del estudio. Esa es la primera característica desconcertante pero no la principal. Lo más llamativo es que sea una película que sobresalga de una forma tan extraordinaria en su animación de escenarios, con un dominio del agua y de la naturaleza nunca antes visto, con la simpleza de sus personajes, unos dinosaurios que casi parecen diseñados para formar parte de producciones animadas en plastilina. Desconcierta también el camino Disney (dicho esto desde la admiración al estudio madre pero de la forma más peyorativa que pueda entenderse), el uso de animales y de moralinas, pero sobre todo la copia casi indisimulada a elementos de El Rey león. Desconcierta mucho, sí.
El caso es que la película, pese a todo lo que parece desconcertante en su concepción y en su desarrollo (incluyendo una brevísima secuencia alucinógena que resulta muy difícil encajar), no deja de ser una historia bastante tópica, que busca apelar continuamente a los sentimientos, buscando una lágrima casi fácil, a través de los temas más habituales de la animación norteamericana, la amistad y sobre todo la familia. Arlo, el buen dinosaurio del título original, es pequeño y asustadizo, incapaz de llevar a cabo de forma exitosa las tareas que sus padres le asignan en su granja (sí, son dinosaurios... pero en un presente también desconcertante que se explica con un divertido gag inicial). Y un buen día las circunstancias le pondrán en un viaje único en el que, básicamente, aprenderá a ser adulto y a asumir responsabilidades.
Efectivamente, la historia no se sale de lo más habitual en este tipo de cine, pero sí, desde luego, para la apuesta habitual de Pixar. Como Brave, la película menos Pixar del estudio, la razón de ser a la que parece agarrarse el proyecto está en la animación. Si allí llamaba la atención el caballo de la protagonista, Merida, aquí lo que deja sin aliento es la creación de los escenarios. El agua, la hierba, las montañas... Todo tiene un detalle apabullante, pero eso mismo hace que el contraste con el divertido personaje de Spot, ese niño salvaje que casi parece sacado de Los Croods, y el propio Arlo, sea todavía más acusado. En realidad, pensando en la efectiva de Spot, lo mejor de la película está claramente en los secundarios, que son los que sacuden el efecto de historia previsible en la que muchas veces se cae (y la palma se la lleva un trío de dinosaurios voladores que protagonizan una primera escena brillante y que después se suman a lo desconcertante de la película en su clímax).
No es que El viaje de Arlo sea una mala película, pero sí cae a lo más bajo de Pixar, probablemente superando apenas a las dos entregas de Cars. Cumplirá el objetivo de satisfacer a los más pequeños, porque siempre va a funcionar con los niños una película de dinosaurios, incluso aunque el adulto que les acompañe tenga que explicar por qué son granjeros o cowboys (sí, se puede añadir a lo desconcertante que haya una par de escenas que homenajean al western), y porque la historia es correcta, adecuada para los cánones modernos de la animación. Pero la excelencia habitual de Pixar hace que ver su nombre en un cartel o en la pantalla sea un sinónimo de una mayor exigencia. Mucho más si encima está el tan cercano precedente de Inside Out, que más vale dejar aparcado antes de unirse a El viaje de Arlo, porque no hay comparación posible entre una y otra.
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