La maestría con la Damien Chazelle compuso Whiplash hacía esperar lo mejor de su siguiente trabajo. Pero La La Land supera las expectativas. Desde un formidable ejercicio de nostalgia por un género oficialmente declarado muerto pero que en sus coletazos ha dejado ya más de una obra de arte, Chazelle logra una portentosa delicia que encandila desde el brutal número inicial, en el que es imposible contar en cuántos momentos podría haber salido mal un plano secuencia de semejante complejidad, hasta el increíblemente hermoso final de la película, que deja con la lágrima en el rostro, con la sonrisa en la cara, con el corazón en un puño y con el alma feliz de haber asistido a uno de esos raros espectáculos cinematográficos en los que todo parece estar en su sitio para lograr el objetivo de conmovernos durante algo más de dos horas que desbordan tanto talento y a tantos niveles que parece difícil no caer rendidos a los pies de este filme.
Viviendo en el mundo en el que vivimos, en el que los odios se acumulan por las más pintorescas razones y a veces sin haber visto las películas, esta oleada de entusiasmo que ha generado La La Land casi obliga a ir con recelo. Ni su extraordinario trailer, toda una lección de márketing para los que piensan que es necesario destripar una película para venderla, ni el ya mencionado precedente formidable que fue Whiplash parecían contar tanto antes del incomprensiblemente retrasado estreno en España por el éxito sin precedentes en los Globos de Oro. Y sí, viendo La La Land casi parece que se despiertan las alertas intentando encontrar algo que no funcione, algo que lleve a proclamar que estamos todos exagerando, que no es tan buena como se está diciendo. Qué cosas, lo es. Es una auténtica maravilla porque Chazelle es, ahora mismo, el genio de la lámpara que ha fusionado como hacía tiempo que no se hacía el cine y la música.
No hay nadie en el cine contemporáneo que entienda mejor que él la unión entre esas dos artes. Nadie que sepa rodarla de maneras tan diferentes, en el escenario de un gran musical clásico y en el entorno cerrado de una pequeña habitación. Nadie que combine de esa manera amplios y mágicos encuadres con preciosistas primeros planos, que evidencian que Chazelle es un portentoso director de actores, que sabe extraer hasta la última gota de encanto, carisma y elegancia que tienen dentro Emma Stone y Ryan Gosling, dos actores que hacen un trabajo formidable y encantador, cargado de carisma, que triunfan en la faceta musical pero también en la dramática, que bordan cada uno de sus bailes pero que consiguen que La La Land sea una delicia porque es facilísimo entrar en sus cabezas y en sus corazones, cuando las cosas les van bien y cuando les van mal, desde la encantadora escena en el cine viendo Rebelde sin causa hasta el glorioso plano-contraplano que lleva al límite su relación.
Cuando empieza La La Land, los pies no dejan de acompañar la música. Cuando finaliza, es el corazón el que se mueve al son de lo que dicta Chazelle. Lo que se aventuraba ya con ese arranque como un gran musical (qué demonios, desde la belleza de su trailer) se convierte con el paso de los minutos en una película inolvidable, que supera la genialidad técnica que exige un despliegue coreográfico como el que necesita una producción de esta naturaleza, genialidad que no pierde en ninguno de sus números musicales, con una maestría artística de las que dejan huella y que alcanza su cenit en unos diez finales hermosos, magistrales, concentración de todo lo que ha explotado durante las casi dos horas previas y que termina de cerrar una de esas experiencias que merece la pena vivir a corazón abierto, para que el cine pueda tocarlo y enseñarnos que la magia no ha muerto y que aún es posible ver formidables cantos de amor al cine, a la música y a la vida como este.
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