Vaya por delante que tiene un mérito indudable que una saga llegue a su quinta película. Mucho más si hablamos de una serie como Underworld, en la que realmente ninguno de sus títulos previos se puede considerar como un hito en el cine fantástico. Pero sí, en contra de lo que reza el saber popular, sí hay quinto malo y Guerras de sangre, que así se titula esta cinta, que por desgracia parece que no va a ser la última a tenor de esa última escena de esta entrega. A esa escena se llega después de 91 minutos en los que no pasa gran cosa, que arrancan con un recordatorio excesivamente largo de lo que hemos visto en las películas precedentes y en el que asistimos a un olvido bastante absurdo de algunas tramas, al desarrollo a veces hasta ridículo de otras y al poco esfuerzo de hacer que haya algo nuevo, si acaso el nuevo aspecto de la Selene a la que da vida Kate Beckinsale que los pósters de la película ya se han encargado de reventar.
El caso es que Guerras de sangre tendría que ser una película pensada para fans de Underworld. Estamos ante la quinta película de la serie, no podría ser de otra manera. Y el caso es que no, que da la sensación de dar demasiadas explicaciones que no se necesitan, tanto sobre las tramas como sobre el desarrollo, con unas transiciones entre escenas tan torpes que llegan a ser incomprensibles, como los planos del tren o de Selene y el David de Theo James... montando a caballo, animales que estarían muy tranquilos sabiendo que sus compañeros de viaje son vampiros sedientos de sangre... aunque en realidad hay muy poca sed de sangre. Y poca inteligencia. Eso, en el fondo, es lo que molesta de una película como esta, que no se toma en serio a sus personajes a un lado de la pantalla ni a sus seguidores en el otro. Y así, con villanos que tampoco están a la altura ni sobre el papel ni en la pantalla, el naufragio resulta inevitable, porque no hay un progreso ni nada nuevo. Sólo rutina.
Y rutina, además, que no tiene mucho sentido. El problema de partida está en el guion de Cory Goodman, firmante de otros dos guiones horrendos como los de El sicario de dios o El último cazador de brujas, que da vueltas sin llegar a ningún sitio, que hace desfilar personajes a veces sin sentido, con acciones difícilmente explicables (¿una fortaleza impenetrable de la que se escapa rompiendo una verja con un coche y en la que se entra desmantelando la seguridad apretando un botón?; ¿para qué demonios quieren los licántropos la sangre de la hija de Selene si el personaje no tiene ninguna trascendencia en la película ni condiciona nada de lo que sucede en ella?) y, sobre todo, con giros argumentales tan fáciles de ver que casi provocan sonrojo. Es facilísimo saber qué personajes van a morir y cuándo. Eso si se llega a mostrar, porque de alguno, de cierta importancia, apenas se atisba cómo acaban en la película.
El caso es que la excusa principal para seguir viendo Underworld sigue siendo la misma, Kate Beckinsale. La actriz, que nunca ha llegado a tener una progresión real en su carrera y que nunca ha logrado ser una heroína de acción más allá del personaje de Selene aunque tenía la capacidad para ello, sigue cumpliendo con lo que se le pide, tanto en el plano físico como en el dramático, pero las películas le dan tan poco margen para hacer algo destacado que ese esfuerzo queda algo diluido. Como la presencia de Charles Dance, que casi se antoja irrelevante aunque preste algo de enjundia al asunto. ¿Suficiente? En absoluto. Tanto Beckinsale como Dance se ven arrastrados por este trabajo de andar por casa que reduce la escala de lo que tendría que se runa gran guerra a unos cuantos disparos en un escenario cerrado, a un par de peleas de coreografías más o menos resultonas o a unos efectos digitales que no destacan demasiado. Y aún así, habrá sexta película. Que el dios de los vampiros y el de los licántropos nos pille confesados.
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