Es curioso que lo peor que se puede decir de Zipi y Zape y
la isla del capitán, igual que con la primera película de esta franquicia, Elclub de la canica, esté en el título y en el material de referencia que tiene
la cinta de Oskar Santos. Porque, seamos claros, no hay mucho del Zipi y Zape
de Escobar en estos Zipi y Zape de carne, hueso y celuloide. Había algo más en el
primer intento, pero ya no lo hay en este segundo, por mucho que se quiera conservar
algo de la naturaleza gamberra de estos dos hermanos para construir la historia
en base a su comportamiento. Pero es obvio que Santos ha decidido usar a estos personajes para construir un universo nuevo. Si El club de la canica bebía
descaradamente de Harry Potter y Los goonies, La isla del capitán lo hace de
Peter Pan y de clásicos literarios como los de Julio Verne. Aun con estos referentes, es bastante obvio que no estamos
ante una película ambiciosa.
Zipi y Zape y la isla del capitán es una cinta resultona, incluso a ratos bien hecha
incluso en sus abundantes efectos visuales. Es un título infantil
que simplemente busca entretener. Y eso, probablemente contra todo pronóstico
teniendo en cuenta que estamos hablando de una secuela de un filme que ya tenía
sus limitaciones, es algo que logra, incluso aunque asumamos los garrafales errores que tiene en la construcción de sus personajes, que actúan sin que en realidad sepamos por qué. Santos ha encontrado una fórmula en la que está cómodo, la
de explotar a un grupo de niños en un entorno de fantasía y con un actor fe
renombre para dar lustre a la producción. Si el primero en abordar ese papel
fue Javier Gutiérrez, ahora le toca el turno a Elena Anaya, que cumple con la propuesta sin
síntomas de aburrimiento o divismo, que son los dos grandes peligros cuando se
opta por esta vía para que el cartel tenga más peso.
¿Sufiente? Para un público infantil puede que sí, para un adulto está claro que no. Y no porque la película no entretenga, porque tiene el ritmo para hacerlo, sino porque Zipi y Zape y la isla del capitán es totalmente consciente de que está exigiendo un esfuerzo enorme al espectador para ir creyéndose todo lo que está viendo, cada vez más delirante y rozando el sinsentido por momentos. Al menos, el reparto aguanta, aunque tiene su aquel que para los gemelos protagonistas de la historia se haya buscado a dos chavales que se parecen más bien poco en lo físico, Teo Planell y Toni Gómez, rompiendo también desde ahí la ya escasa vinculación con las viñetas de Escobar. Aunque a ratos los diálogos suenan tan artificiales como en El club de la canica, sí se puede decir que uno de los mayores méritos de Santos es haber sabido dirigir a un puñado de actores infantiles para que se ciñan a lo que necesita la película en cada momento.
La conclusión es que las viñetas españolas siguen esperando del cine español de imagen real una adaptación fiel (que no necesariamente literal) y que no necesite agarrarse a otros elementos para encontrar público. Ni El Capitán Trueno y el Santo Grial, ni los intentos de Javier Fesser de dar vida a Mortadelo y Filemón (sí lo logró con su película de dibujos animados, Mortadelo y Filemón contra Jimmy el Cachondo), ni Anacleto, agente secreto han sido lo que necesitaba la obra de los grandes historietistas españoles para sentirse justamente honradas. El consuelo es que estas cintas al menos colocan los nombres de estos tebeos en boca de un público que probablemente nunca se acercaría por sus propios medios a estos títulos. ¿Pero realmente se consigue así el respeto que merece, en este caso, el Zipi y Zape de Escobar? Lo más probable es que no.
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