El cine tiene mucho de oportunismo. Una de las razones por
las que una película triunfa es porque llega en el momento adecuado, aunque en
realidad no tenga méritos suficientes para ser salvada de la quema. Con
Independence Day sucedió algo así en 1996. La Tierra sufriendo una invasión
extraterrestre a gran escala como en realidad no se había visto nunca en una gran pantalla, desde luego no con ese formidable festival de destrucción masiva que culminó con la mítica imagen de la Casa Blanca volando en pedazos, con
actores de segundo nivel pero reconocibles, efectos especiales vanguardistas y
un tono simpático y resultón. Pero fue en 1996. Independence Day. Contrataaque
quiere hacer algo parecido en 2016, pero Roland Emmerich ya no es el mismo y el
mundo tampoco. La ingenuidad se ha perdido, el espectáculo de hace veinte años
no tiene nada que ver con el de ahora. Y Emmerich, con el siempre sorprendente
apoyo de cuatro guionistas más para firmar semejante despropósito, ya no tiene el
mismo enlace con el público.
Independence Day es un delicioso placer culpable. Su secuela, sin embargo, es una triste forma de desvirtuar el agradable recuerdo que, aunque se
niegue, dejó aquella en toda clase de públicos. Contraataque sólo tiene una baza: la
nostalgia. El apoyo en la franquicia es un recurso muy habitual que, por
desgracia, está dando pie a intentos de revival demasiado lastimosos. La
nostalgia, por supuesto, no es capaz de sostener esta secuela, pero no lo hace
por una razón muy sencilla, y es que Emmerich traiciona su propia invención, y todo lo que en 1996 podía tener su gracia o incluso estar bien construido, en 2016 está ya agotado y superado. Pero es que ni siquiera Emmerich confía demasiado en su producto, y no hay nada en este regreso al universo de Independence Day que mejore lo que ya vimos hace dos décadas. Nada. Y eso es especialmente sangrante en lo visual, porque aquella dejó imágenes para el recuerdo y esta no hace más que tratar de revivirlas mediante imágenes por ordenador que no son capaces de igualar lo que hacían las maquetas de antaño.
Por supuesto, es evidente que Contraataque es un prodigio de diálogos y situaciones absurdas que no hay por donde coger, puede que la cúspide del cine de Emmerich en este sentido. El alemán se escuda en que nadie espera gran cosa de él, e incluso tira por la ventana lo que durante algunos minutos podría pasar por una interesante película de ciencia ficción, e incluso por una más que decente actualización de su cinta original. Pero cuando el desmadre se apodera de esta secuela de Independence Day ya no hay quien la pare. Emmerich no tiene reparo alguno en mezclar Armageddon, la televisiva Falling Skies y hasta Godzilla, la del germano, la verdaderamente mala, para tratar de que la cosa sea ligeramente diferente a su primera tentativa de invasión alienígena, pero ni los detalles que intenta meter (lo de los ecosistemas dentro de la nave extraterrestre es tan absurdo que da por reírse) ni sus referencias le alejan al final de un camino que ya tenía marcado y que casi repite durante más de una hora, por supuesto con peores resultados.
¿Por qué falla esa repetición? Volvemos a la oportunidad. Ya no estamos en ese momento. Las películas, digamos, livianas de los años 80 se convirtieron incluso en pequeños clásicos instantáneos. Las de los 90 todavía se recuerdan con agrado. Las del siglo XXI son productos olvidables, sin carisma. Como sus protagonistas, una ristra de personajes que sólo se pueden entender desde la autoparodia, como los de Bill Pullman o Jeff Goldblum, o desde el simple reparto de cuotas y caras guapas, como los de Liam Hemsworth, Maika Monroe, Jessie Husher o incluso una Charlotte Gainsbourg que no se sabe muy bien qué pinta en la película. No hay interés en ninguno de los personajes, algo que, incluso entrando en la misma categoría de película mala disfrutable, la cinta original sí tenía. Independence Day. Contraataque es una invitación a la desactivación absoluta de las neuronas y a un disfrute absurdo, si es que se puede alcanzar ese punto. Pero es mala. Muy mala. Abiertamente mala. Y no da la impresión de que ninguno de sus responsables pueda decir lo contrario.
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