Viendo el retrato del ídolo caído que supone The Program, la
película con la que Stephen Frears ha recreado el ascenso a los cielos del
ciclismo y el descenso a los infiernos de la vida de Lance Armstrong, es
inevitable recordar otra cinta de la filmografía del director irlandés, la no
demasiado reconocida Héroe por accidente. En ambas, Frears retrata a un
oportunista, a alguien que saca partido de una situación en la que no estaba
llamado a ser el protagonista. Pero si en aquella Frears adoptaba un delicioso
tono de comedia capriana, en esta opta directamente por retratar a un villano,
a alguien que conoce sus limitaciones y decide romperlas mediante la trampa. Un
villano, eso si, por el que siente simpatía en algunas ocasiones, como en las
escenas en las que lucha contra el cáncer o incluso cuando se enfrenta a la
sanción que le va a apartar de lo único capaz de hacerle feliz, la competición,
pero un villano en todo caso.
Y ahí, a pesar de la complejidad de llegar con
acierto y profundidad suficiente a todos los temas que plantea, algo que no siempre consigue, es donde
Frears tiene bastante éxito. Construye su villano con tanta precisión como
tiene el plan de dopaje de Armstrong, probablemente la trama fraudulenta más
elaborada de la historia del deporte moderno. Quizá lo más discutible de la mirada de Frears está en que,
pese a esos momentos de acercamiento personal y emocional a Armstrong, falta un
héroe en su relato. Tendría que haberlo sido David Walsh, el periodista que busca acabar con la leyenda
fraudulenta del ciclista, en cuyo libro está precisamente basado el filme, pero
su presencia no cobra tanta relevancia en la trama, a pesar del esfuerzo de
Chris O'Dowd. The Program es, de hecho, Lance Armstrong de forma absoluta. Y, por tanto, es también Ben Foster. Muy
pocos reproches se le pueden hacer a su atractiva composición de villano.
Foster asume esa condición de malo de la función desde el principio, desde la brillante escena de su
primera etapa en el Tour de Francia, en la que sufre los rigores de la prueba
más dura en la que ha competido y se forja su determinación de recurrir al dopaje, hasta el esplendido proceso de transformación
en prácticamente un capo de la mafia. Quizá la película tiene un problema de tiempo, pero porque le falta. Quiere contar mucho y quizá algunos elementos quedan para los entendidos en el deporte, a pesar de que, como ya hiciera Ron Howard en Rush, consigue mutar toda la emoción deportiva del ciclismo en magia cinematográfica, con algunos planos bellísimos. Acaba claudicando, y recurriendo a las manidas imágenes televisivas, tanto de archivo como recreadas, y es ahí donde The Program pierde algo de fuerza visual. No demasiada, porque el trabajo tiene una factura impecable muy propia de un director que sabe mostrar muy bien en pantalla los conflictos internos de sus personajes, no sólo Armstrong en este caso.
Puede quedar la impresión de que The Program tiene un empaque menor del que podía esperarse, dado el tema que trata y los picos de calidad que tiene el filme, pero no se le pueden poner demasiados peros a Frears. The Program funciona como documento, pero sobre todo como historia. Es verdad que prescinde de algunos elementos, como la vida familiar de Armstrong, apenas esbozada en dos escenas, o que incluso el antagonismo con Walsh se quede mucho más en la superficie de lo que apuntaba el filme, dado que la primera gran escena del mismo es precisamente el primer encuentro entre ambos. Puede ser. Pero la cinta funciona francamente bien, incluso sin conocer absolutamente nada de la leyenda de este inmenso fraude. Cuando se acaba The Program es inevitable pensar en lo podrido que está el mundo en el que vivimos y en los pies de barro que tienen tantos ídolos de nuestro tiempo. Y Frears, incluso con algún maniqueísmo casi inevitable, lo capta francamente bien, sacando partido a unos diálogos formidables.
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