Cuando se siente en cada plano que Steven Spielberg es un director mucho más capaz que la inmensa mayoría de los realizadores que a día de hoy llegan a llevar sus películas a los cines, no alcanzar la excelencia deja sensaciones encontradas. Se puede establecer sin mucho margen de error que Mi amigo el gigante es, probablemente, el filme más irregular de la carrera del genial realizador. Tiene momentos deslumbrantes, es la enésima demostración de que con una cámara en la mano (o en el ordenador, que mucho de eso hay aquí) Spielberg es capaz de hacer lo que sea, de que el espectador se crea todo cuanto coloca en el cuadro, sea realista o fantástico. Pero al menos tiempo es una película a la que le cuesta mucho arrancar, y que en realidad no alcanza su verdadero potencial hasta el tercio final, que es cuando definitivamente remonta y se convierte en el maravilloso cuento que es el relato de Roald Dahl en que se inspira y que Melissa Mathison convirtió en su último trabajo.
Tras la atractiva pero también lenta El puente de los espías, cabe preguntarse si Spielberg ha entrado en una fase en la que le importan más otras cosas que el ritmo. Mi amigo el gigante sería el segundo título consecutivo en el que se pierde el frenesí que incluso sus películas menos alabadas tenían. Por mucho que la factura pueda parecer una pequeña ruptura en el cine de Spielberg, por el exceso de trucajes digitales que sirven para construir este mundo, la película se adentra en terrenos de fantasía que ya ha transitado a lo largo de su filmografía. Quizá un referente claro sea Hook. Pero en el fondo hay más rastros de Mi amigo el gigante en otras películas, Y siempre queda el placer de ver de nuevo a Spielberg dirigiendo con el tino de antaño a actores infantiles, en este caso a una carismática y simpática Ruby Barnhill, que da muy buena réplica a un no menos espléndido Mark Rylance digitalizado en el gigante.
¿Pero cuál es el problema de Mi amigo el gigante? Se ha hablado mucho de que al festín visual, irrefutable, le falta alma. Puede ser, pero en realidad el alma sí se ve en el tramo final de la película, cuando Spielberg conjuga de una manera admirable, sobre todo en las escenas de palacio, el humor que cabe esperar de una fábula infantil como la que escribió Roald Dahl con la magia visual que siempre ha caracterizado al cineasta norteamericano. Por eso da la impresión de que el problema es otro, es más bien el ritmo, que la película tarda muchísimo en arrancar, y después de una formidable escena inicial, una virguería visual en la que el gigante va camuflándose entre las sombras del Londres nocturno para volver al país de los gigantes sin ser visto, la relación que se establece entre ese ser gigantesto y la pequeña Sophia no termina de cuajar. Lo hace mucho más adelante, pero habiendo dejado demasiadas sombras, incluso quizá algo de aburrimiento, en el primer tercio.
Sería muy exagerado decir que Mi amigo el gigante es una decepción, pero no se puede esconder que en esta fase de su filmografía Spielberg no está consiguiendo películas que hagan justicia a su genialidad. Se ve en muchos momentos, se atisba en otros, el entretenimiento que siempre ha sido capaz de sacar de cada una de sus historias sigue ahí, en esta ocasión con especial énfasis en un público de menor edad del habitual, pero no termina de enamorar como lo ha venido haciendo incluso con cintas que a día de hoy permanecen claramente infravaloradas (y esas son unas cuantas). Mi amigo el gigante, en todo caso, es un curso acelerado de cómo rodar una película de escenarios y criaturas digitales haciendo que el asombro campe a sus anchas por el patio de butacas. Es apasionante ver a un tipo tan clásico como Spielberg amoldándose de esta forma al cine del futuro, aunque en esta película sea difícil ver tanta pasión de verdad como ha venido desprendiendo siempre.
No hay comentarios:
Publicar un comentario