En la eterna cuestión de la forma y el fondo en el cine moderno, al menos en lo que se refiere al cine de acción y fantasía, está venciendo claramente la primera. Hay muchas películas contemporáneas que se venden con el envoltorio, con el aspecto visual, con matices visuales cargados de originalidad y fantasía. Pero, escarbando, resulta que no esconden nada más que historias convencionales, ya vistas, vacías incluso. Bunraku es justo eso. Muchos fuegos artificiales pero nada debajo de ellos. En el fondo es la típica película de peleas y artes marciales que cree tener alma de western (en realidad, de spaguetti western), pero que no deja de ser un refrito de una especie de subgénero cuyo mejor exponente (y con mejor no quiero decir bueno) sigue siendo Quentin Tarantino. Y, claro, los imitadores no suelen llegar al nivel del original, así que Bunraku, insisto, es eso: mucho ruido y pocas nueces. Pero habrá quien disfrute del ruido.
Lo bonito de Bunraku nace precisamente de lo que implica ese término, que se refiere al teatro japonés de marionetas. De ahí nacen escenarios de papel maché en los que acontece la película, las secuencias de animación y de imágenes generados por ordenador que sirven generalmente como transiciones y otros tantos elementos visuales que adornan el filme. Es un universo hermoso de contemplar, original y diferente en un mundo de imágenes cinematográficas que apuestan por el realismo incluso en los entornos más fantásticos. Lo mejor, de hecho, es la secuencia inicial hecha a base de marionetas y sombras chinescas, un prólogo que casi se puede entender como un corto desconectado de la película. Y es que, claro, si detrás de todo esto no hay una historia solvente y entretenida que utilice ese escenario, lo único que puede suceder es que ese notable trabajo quede engullido por una película que roza el aburrimiento en demasiados momentos.
La premisa de partida de la historia es tan interesante como inane en toda la narración más allá del prólogo: estamos en un mundo en el que las armas de fuego han sido prohibidas, por lo que las peleas, que se siguen produciendo, son con los puños o con cuchillos y demás armas cortantes. En ese escenario, hay un jefe criminal (Ron Perlman) con el que se acabarán enfrentando dos hombres misteriosos, un jugador de cartas (Josh Harnett) y un samurai (Gackt), con la ayuda de un peculiar camarero (Woody Harrelson). Por supuesto, en este cóctel no falta la femme fatale de turno, interpretada por Demi Moore. Nada original ni en la historia, ni en el reparto. Todo se ajusta a lo que cabe esperar. No hay sorpresas, no hay puntos álgidos, los personajes son tópicos y responden a cánones muy claros. En realidad, ese es el gran problema de Bunraku. Uno se podría saltar diez o quince minutos de película y no tendría la sensación de haberse perdido nada, siempre y cuando llegue a la también tópica pelea final (donde sí hay originalidad es en la penúltima pelea) más que nada para saber cómo acaba el invento.
Guy Moshe, su segundo trabajo tras la cámara, escribe y dirige una película (rodada en 2008, por cierto, aunque vista por primera vez en septiembre de 2010 y estrenada comercialmente un año más tarde; quizá ahí esté la clave de lo que cabe esperar de este producto) que parece un batiburillo entre las mucho más logradas Sucker Punch y Sin City en su aspecto visual y Kill Bill y demás historias de Tarantino e imitadores en cuanto a la historia. Quizá si no durara los 124 minutos que dura podría haber gozado de mayores simpatías, pero de esta forma cae en la repetición en el aburrimiento con mucha facilidad porque lo que cuenta no atrapa del mismo modo que sí podrían capturar los escenarios. El resultado es apto para fans de los sucedáneos de Tarantino y para quienes quieran echar un vistazo a un estilo visual llamativo que, en beneficio de otra historia mucho más inteligente y completa, podría haber encontrado muchos más adeptos.
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