Siempre que llega un remake digo lo mismo. No estoy en contra de que se hagan, no me parece una muestra de falta de ideas, sino un deseo de recuperar las buenas, actualizarlas, expandirlas, modernizarlas, incluso honrarlas. Eso, por supuesto, en un mundo ideal en el que quienes hacen películas sólo buscan llevar a la pantalla historias de calidad. Ahora toca bajar a la realidad y admitir que es verdad que son muchos los remakes que producen decepción. Perros de paja es uno más en esa lista de innecesarias revisiones. Y es innecesearia porque escoge el camino de la copia y no de la revisión, de la continuidad y no de la originalidad. No es mala película esta nueva aproximación a Perros de paja, no. Es correcta, está bien llevada y, al menos, no ha rebajado el dramático nivel de violencia que tenía el filme original, algo siempre tentador en estos tiempos que vivimos de la corrección extrema. ¿Pero era necesario teniendo ya aquella joya de Sam Peckinpah? No, seguramente no.
El primer problema al que tiene que hacer frente el remake de Perros de paja es que el filme original de Peckimpah, como casi todos los de este realizador, son hijos de su tiempo. La descarnada violencia que impregnaba la película de 1971, en absoluto carente de ambigüedad y dobles lecturas, aquella que impregnó tantas y tan míticas películas de comienzos de los años 70 era un grito de libertad cinemotográfica cuando fue concebido. ¿Hoy? El nivel de violencia de la historia ya no nos es ajeno, al contrario, las artes visuales se han contagiado de esta vertiente y lo que muestra Perros de paja no asombra de la misma manera. Entonces se hablaba de lo necesario o superfluo que era ver violencia en el cine. Hoy, al hablar de Perros de paja, ese ya no es el debate y no lo va a ser. Al menos, como decía, este remake mantiene el nivel del orginal en este sentido. No hay rebajas en las escenas más duras de la película, si acaso algo más gráfico que lo visto en la aproximación de Peckinpah en la resolución de la historia, pero más o menos lo mismo.
Los cambios que acomete Rod Lurie, guionista y director del remake, no son sustanciales. Son pequeños detalles que actualizan la historia y la acercan al público moderno y americano, pero nada más. El protagonista ya no es un matemático, sino un guionista. Los hechos no tienen lugar en un pueblo inglés, sino en uno norteamericano, de Mississippi. Toques muy menores que no justifican en absoluto una nueva aproximación a la historia. En el tono, hay una levemente mayor condescencia con respecto a la violencia que la que mostró la película de Peckinpah, pero tampoco es tan destacable. Perros de paja, la de 1971, hablaba de los límites que tiene que soportar una persona antes de estallar, hablaba de cuánto dolor se puede aguantar sin responder, de si los principios son válidos en situaciones en las que salvaguardar la propia integridad física merecería apostar por una salida que algunos tacharían de cobarde. Todo eso sigue aquí. Pero ya lo hemos visto antes.
Lo que no logra Lurie es mostrar la debilidad del protagonista de la que se pueden aprovechar los matones del pueblo en la violenta vorágine cuyos hechos se precipitan en el cuarto final de la película. Dustin Hoffman era el actor ideal para representarlo, James Mardsen no. Y no porque lo haga mal, al contrario, tiene cierto carisma y encaja bien con Kate Bosworth. Pero aunque se le intente mostrar mucho más bajo que su antagonista, un mucho más convincente Alexander Skarsgard, no termina de llenar las necesidades del personaje. En realidad, lo mejor de la película lo aporta en sus primeras escenas, más que en las últimas, el desatado personaje de James Woods o el más que interesante Dominic Purcell. Las actuaciones, de hecho, se convierten en el mayor aliciente de la película, toda vez que el objetivo es ir calcando todo lo que sucedía en el original: la casa a reparar, el desnudo en el baño, el gato, el disparo en el pie, la trampa para osos... Todo estaba ya en aquella Perros de paja que hoy muchos, sobre todo los que limitan el repaso al cine a lo que se encuentran en la cartelera cada semana, por desgracia ni siquiera conocerán.
La ambigüedad que podía flotar sobre la obra de Peckinpah (y sobre todo de los sentimientos del personaje femenino principal), aquí se convierte en un simbolismo que, en todo caso, parece demasiado sencillo y algo reiterativo. Se siente el ambiente opresivo de un pequeño pueblo sureño, como en el original era de la Inglaterra más rural, con el que se recibe a una pareja, en la que ella ha crecido allí y él es un completo extraño que intenta adaptarse pero no termina de entender las costumbres del lugar. Todo eso sí lo capta Lurie. Pero la película no adopta nunca un tono independiente y propio, es deudora en casi todo, esencialmente en todo lo bueno, del título de 1971. Incluso el cartel de la película es prácticamente idéntico. Quien vea este Perros de paja no se va a encontrar, en absoluto, con una mala película. Pero tendemos a olvidar el original cuando un remake llega hasta nosotros y, para qué engañarnos, la cinta de Peckinpah es mucho más en todos los aspectos, y sobre todo por el momento histórico en que llegó a los cines.
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