Es difícil resistirse al encanto que, antes incluso de que arranque la película, tiene un retrato cinematográfico sobre Jackie Kennedy. Probablemente, estemos ante la misma sensación hipnótica que tenía la esposa de John Fitzgerald Kennedy, la Primera Dama por excelencia de la historia norteamericana moderna. Y es más difícil todavía cuando asistimos a una interpretación tan extraordinaria como la de Natalie Portman. Pero si solemne es la forma en la que Pablo Larraín da vida a Jackie, también se puede decir que es algo imprecisa. Jugando mucho con el montaje, Larraín pierde de vista un enfoque concreto y al final de la película es difícil saber si lo que pretendía con la película es glorificar la figura de su protagonista, si pretende criticar su comportamiento tras el magnicidio de Dallas o si no es más que un retrato de lo complejos que fueron aquellos días posteriores al último asesinato de un presidente norteamericano.
Si esas dudas cobran importancia es, fundamentalmente, porque Larraín apuesta por un mosaico bastante intrincado en el montaje. La película, lejos de ser lineal, se centra en tres momentos diferentes. Por un lado y como hilo conductor, la primera entrevista que concedió Jackie a los medios tras el asesinato de su marido. Por otro, el fundamental por tiempo en pantalla, la gestión del funeral de Kennedy y el dolor de Jackie. Y, finalmente, la conversación que Jackie mantiene con un cura interpretado por John Hurt, en lo que ha acabado siendo su testamento cinematográfico. Y por si fuera poco, va deslizando como flashback la famosa secuencia de Dallas vista desde el punto de vista de la Primera Dama El cineasta chileno trata por todos los medios de dar coherencia al complejo montaje y no siempre parece conseguirlo, sobre todo porque no termina de conectar las escenas de manera fluida.
Ese es quizá el gran problema que plantea una película que, casi sobra decirlo, está planteada a mayor gloria de su protagonista. Portman, una actriz tremendamente brillante cuando asume que su papel es importante, se mete en la piel de Jackie Kennedy de una manera formidable. Una vez más, resulta imprescindible recomendar que esta película se vea en versión original, aunque sólo sea para valorar el esfuerzo de la actriz con su voz. Sus gestos, su movimiento corporal y, una nueva demostración de que hay muy pocas actrices que sepan llorar en pantalla como ella son argumentos que se van a disfrutar independientemente del idioma en que se vea la película. El otro gran acierto del filme está en la pericia de Larraín para generar solemnidad. Jackie es, efectivamente, una historia solemne. Quizá lo es demasiado en escenas que necesitan esa cualidad, pero cuando llegamos al final de la película se comprende con facilidad que la pretensión del director chileno está más que justificada.
Larraín no se ha buscado un trabajo fácil para su primera película en inglés, porque la figura que representa es un icono. Pero la ventaja es que es un icono del que, en realidad, la mayoría de los espectadores sabe muy poco. Por eso la película se detiene en tantos aspectos, por eso se esfuerza en retratarla como Primera Dama, como madre, como viuda, como estrella mediática incluso y como adalid de un cambio de estilo en la Casa Blanca. ¿Pero todas esas facetas terminan conformando un personaje, un retrato, una historia? Da la sensación de que no, y si se queda al borde de lograrlo es, sobre todo, por la majestuosa interpretación de Portman, la auténtica razón para que la película perdure. No es que Larraín falle, ni mucho menos, porque la tarea era de una envergadura casi titánica. Pero la película, Portman aparte y asumiendo sus muchos aciertos, no termina de alcanzar todo lo que prometía.
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