Si se ha crecido con la magia de Star Wars y si no se ha caído en el descreimiento global de estos tiempos en los que todo parece saberse pero en el que hay más ruido que análisis, es difícil no entrar en Rogue con esperanza. O, al mismo, con curiosidad. Star Wars ha sido, hasta ahora, una franquicia lineal. Está ordenada en episodios correlativos. Y Rogue One, que parece renegar al principio de la herencia cargándose la intocable fanfarria inicial, se cuela entre ellos como una mezcla de spin-off, reinterpretación y verso libre. Si J. J. Abrams y El despertar de la Fuerza habían devuelto Star Wars a los cines siguiendo el patrón clásico, llegando casi a la reiteración sin pudor, Rogue One tenía que ser algo diferente. Lo es y no lo es. Porque lo curioso es que cuando lo es el éxito no es tan acertado como cuando no lo es. Falla la película al establecer buena parte de la nueva mitología, lo que resta conexión emocional con bastante de los personajes, incluyendo una Alianza rebelde algo desdibujada, pero triunfa cuando se recupera la idea de hacer un Star Wars brillante.
Eso sucede en la segunda mitad del filme, cuando la cinta de Gareth Edwards se desata a todos los niveles. ¿Un ejemplo? Darth Vader. No hay más que observar su primera escena, que deja cuantiosas dudas sobre la forma en que se ha plasmado a uno de los más grandes iconos de la ficción popular del siglo XX (y XXI), y la segunda, que se convierte en uno de los momentos más memorables no sólo de la franquicia, sin lugar a dudas, sino también del cine contemporáneo. Es ahí cuando todas las dudas, que ya parecían solventadas desde muchos minutos antes, desaparecen por completo, porque es ahí cuando Star Wars vuelve a cobrar forma en la pantalla de una manera impresionante, por el respeto reverencial que hay hacia el legado de la serie pero también por el noble intento de contar algo que hasta ahora no habíamos visto. De esas dos cosas hay mucho en Rogue One, por lo que los defectos quedan algo olvidados cuando finaliza la película.
Los hay, eso está claro, y aunque a primera vista son más palpables de los que tenía El despertar de la Fuerza porque afectan a la construcción del andamiaje de una película que sabemos autoconclusiva y que no se puede escudar en lo que veremos en el futuro, cuando acaba la película el sabor de boca es más satisfactorio que con el filme de Abrams. Y eso que la producción ha estado salpicada de reconstrucciones, cambios de giro, rodajes de nuevas escenas e incluso, viendo los trailers, de algún cambio de orientación bastante importante. Pero el resultado merece la pena porque, esta vez sí, conjuga el respeto a lo clásico con alguna interpretación nueva bastante notable. Hay personajes a los que nunca hemos visto, muchos. Y hay otros a los que nunca hemos visto como aquí. Edwards logra que el extenso clímax de la película, casi tan extenso como el de El retorno del Jedi, entretenga como lo hacían estas películas antaño.
Eso, sobre todo, sucede en su tramo final, cuando la larga y algo fallida presentación de muchos de los protagonistas ya no cuenta tanto, cuando lo que toca es dejarse llevar por ese montaje paralelo de diversos escenarios una gran batalla que Star Wars sabe mostrar como ninguna otra saga de ciencia ficción (sí, eso se hace incluso la tan denostada La amenaza fantasma), por la magia del Ala-X, de la Estrella de la Muerte, de la Fuerza, de los blasters y del Imperio. Star Wars es eso, pura magia. Y Edwards, sin llegar a hacer una película redonda porque pesan muchos los agujeros de su primera hora, ha respetado esa magia. La ha moldeado y, aún con injerencias, la ha hecho suya. Rogue One no tiene el espíritu aventurero del Episodio IV, el original, pero sí sabe adentrarse en los terrenos más oscuros que planteaba El Imperio contraataca desde una perspectiva más moderna. Puede faltarle alma a la presentación, pero su climax deja sin aliento. Como si eso fuera habitual hoy en día.
1 comentario:
Como siempre una crítica perfecta, precisa y con la que estoy totalmente de acuerdo. Eres un crack :)
Van
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