Nadie podrá negarle a Edward Wright que Baby Driver es una pieza osada, incluso brillante en muchos momentos. Pero es una propuesta que no sabe desarrollar ni hacer que resulte igual de interesante a lo largo de las casi dos horas que dura. Lo que nos plantea es una película de atracos. O más bien de huidas en coche en esos atracos. El protagonista, un chaval (Ansel Elgort) que conduce como nadie y que haciendo ese trabajo salda una deuda con un mafioso (Kevin Spacey), el ideólogo de todos los golpes. Y la gracia, un problema auditivo del joven que solo puede mitigar escuchando música, una música que le acompaña en los atracos y que al director le sirve para montar unas secuencias de acción vibrantes, cargadas de adrenalina, con una planificación soberbia no solo en el movimiento sino también en la forma en la que la música encaja. Pero sí, esto que tiene toda la pinta de ser un videoclip es, efectivamente, un videoclip. Y los videoclips no duran dos horas.
El problema de Wright es que no sabe cómo coronar sus buenas ideas y la película se le va derrumbando poco a poco. Si no empezara tan bien, si no tuviera una primera media hora tan descomunal, o incluso hasta su primera hora con un nivel bastante notable, no se notaría tanto el bajón. Pero el caso es que el director consigue que los dos primeros golpes funcionen a todos los niveles, también en el dramático porque el tono de cada uno de ellos es diametralmente opuesto, pero después no sabe continuar con la película de la misma manera. El caos se apodera de la película de una forma hasta incomprensible y los personajes empiezan a traicionarse a sí mismos por lo que hacen y por lo que no hacen, llevando la historia hacia un nivel de violencia prácticamente paródico que no termina de encajar con naturalidad con lo visto en la primera hora.
No hay más que ver la deriva de los personajes de Jaime Foxx o John Hamm, o la manera en la que los personajes femeninos, los de Lily James o Eiza González, quedan prácticamente vacíos de contenido, la primera como interés sentimental del protagonista y arquetípica puerta de salida del mundo criminal en el que está metido Baby, que así se hace llamar el joven, y la segunda como simple reclamo sexy. A Wright se le escapa la película por todas partes. Las brutales coreografías de persecución que monta en la primera mitad, desaparecen en la segunda. El uso con estilo y brillantez de la música se convierte en una simple acumulación de canciones. Y el drama que sí se atisba en los mejores momentos de la película acaba desembocando en una resolución sin demasiada fuerza y con menos sentido.
Al final, el juicio sobre Baby Driver dependerá mucho del cariño que se le tenga a un autor, Wright, que es claramente irregular, que casi siempre tiene ideas brillantes pero que todavía no ha sido capaz de redondearlas de una manera eficaz. En esta película, apenas la sexta de su filmografía, alcanza algunos de sus mejores momentos. Y como estos llegan al principio, da la sensación de que este puede ser su gran largometraje, el que de verdad confirme esa genialidad que muchos le ven para seguirle con tanta fe como para atacar despiadadamente a la todopoderosa Disney cuando decidió apartarle de Ant-Man. Pero no termina de corroborar las buenas sensaciones iniciales. El videoclip le ha quedado de lujo, pero la película se le ha escapado, mostrando lo que no se debe hacer en cine, alargar demasiado una buena idea. Con una duración mucho más ajustada, probablemente Baby Driver habría llegado a triunfar sin discusión, pero deja unos cuantos peros como para ofrecerle una valoración entusiasta.
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